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11 DE SEPTIEMBRE: EL DÍA QUE NO AMANECIÓ

Sara iba más tarde que de costumbre para su escuela. Mientras esperaba en la oficina de su madre, en el piso 83 del edificio norte del World Trade Center, jugueteaba con las alitas de mariposa que llevaba para una obra de teatro. Tal vez en su mente, de siete años, pensaba que podía volar justo en el instante en el que un fuerte estruendo la separo de la mano que la protegía.

“El día del terror”, tituló el diario Clarín de Argentina. “Ocurrió lo inimaginable”, reportó El Universal de México. “120 minutos que paralizaron a Estados Unidos, 7 mil 200 segundos que cambiaron al mundo”, concluyó el periódico El País de España, en la edición del 12 de septiembre de 2.001, un día después de la tragedia.

A las 8 y 46 de la mañana se desató el infierno. Fue el primero de tres mortales misiles. Un avión Boeing 767 con 81 pasajeros a bordo impactó la torre norte del World Trade Center. La emblemática construcción estadounidense sólo segundos después ardía en llamas que intoxicaban el horizonte con un humo oscuro.

Los empleados comenzaron a bajar, siguiendo una orden de evacuación preventiva, creyendo que la pesadilla había finalizado, pero el peligro hasta ahora comenzaba.

Tan sólo 17 minutos después, la mirada atónita de los transeúntes presenció el segundo misil. Un avión de las mismas características con 56 pasajeros a bordo se incrustó directo en el edificio sur. Poco pudieron hacer los impotentes organismos de socorro. Lo que vendría luego sería caos. Gritos, llantos y sirenas se apoderaron del lugar.

Dos puñaladas certeras al corazón del centro de negocios estadounidense. El mundo se paralizó. Las torres en llamas como chimeneas cubrieron el cielo en pocos minutos con una nube de humo. En medio de la oscuridad, el pueblo estadounidense observaba en estado de shock aún sin creerlo.

“Apocalipsis en Nueva York”, tituló ese día la edición extra del periódico El Tiempo. Patrullas policiales volcadas, carros apilados unos sobre los otros y bomberos corpulentos que se derrumbaban sobre las camillas víctimas de la asfixia, era el panorama que cubría la espesa nube gris.

Lo que vino luego fue la estocada final al orgullo estadounidense. A las 9:37 de la mañana, el vuelo A77 impactó la fachada oeste del Pentágono, sede del Departamento de Defensa. Habían tocado su talón de Aquiles. La moral entonces se derrumbó como las torres.

El país olía a luto. Todos corrían despavoridos sin rumbo fijo, gente corriente se veía obligada a tomar decisiones extraordinarias para salvarse. Las líneas de emergencia colapsaron. Los cuerpos de socorro tuvieron que ir incluso más allá de su deber, algunos entregaron sus vidas para salvar la de otros.

Pedazos de escombros caían de los edificios. Pero luego las cámaras revelaron la realidad: no eran objetos, lo que caía de las torres tenía vida. “Perdieron toda esperanza”, recordó al respecto el diario El Comercio de Ecuador.

A las 10:28 de la mañana las dos torres habían colapsado. Luego de debilitarse su estructura principal cayeron una tras otra. Estados Unidos estaba herido de muerte. A partir de este momento “el mundo tal y como lo conocíamos cambió para siempre “, publicó el periódico La Nación de Argentina.

A los pocos minutos el presidente George Bush se pronunció: “Son momentos difíciles para los Estados Unidos de América. Cazaremos a quienes cometieron este acto”, pero ya todo había ocurrido, la ciudad de Nueva York estaba convertida en una montaña de escombros y hierros retorcidos.

“Occidente comprendió que no sólo se habían trastocado los cimientos de una nación, sino todo lo que concebíamos como seguro. El hombre descubrió que es vulnerable”, dijo el escritor Fernando Savater.

Al otro día de la catástrofe sólo quedaba dolor. Cientos de fotografías fueron ubicadas alrededor de la zona con la esperanza de encontrar algún sobreviviente, pero muchas de ellas pertenecían también a las más de 3 mil personas que no pudieron levantarse de entre los escombros. Se fundieron junto a las cenizas de los escombros.

Cada 11 de septiembre Sara vive. Vive en el álbum familiar de fotografías, en la memoria de sus pequeños amigos, en el relato de su madre. Vive en el recuerdo desde hace 13 años, cuando abrió sus alas y voló para siempre.

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