OBJECIONES DEL PÁRAMO MÁS LINDO DEL MUNDO
El páramo que Andrés Hurtado (periodista del periódico El Tiempo) llamó una vez el más lindo del mundo no sólo es un espectáculo por su tupida belleza. Ocetá está en una cuerda floja por la ganadería, la actividad minera cercana a este y el egoísmo del hombre con su pensamiento monopolizado de tierras.
Belleza natural sin par en el mundo
En la provincia de Sugamuxi, donde está Monguí, un pueblo boyacense a 93 kilómetros de Tunja, el ejército de troncos con hojas suculentas y afelpadas cubre la alturas del andino colombiano. Los frailejones también invaden la húmeda montaña que a distancia parece densa por la cumulación de rosetas verdes sobre enormes tallos de pétalos secos que se expanden en la zona paramera.
Entre tanto, también crecen los morados lupinos, los senecios y el matorral de flores rojas que llaman pega mosco, debido a su viscosidad.
El frailejón o espeletia es una especie vegetal nativa únicamente en Colombia, Venezuela y Ecuador que presenta adaptaciones a las drásticas condiciones climáticas como el frío y la alta irradiación ultravioleta. Su particular y llamativa fisionomía cumple con una función, ya que sus hojas muertas van cayendo sobre el tallo, haciéndolo más invulnerable, y aunque su crecimiento es tardío, ya que crece un centímetro por año, puede llegar hasta los tres metros de altura. No obstante, el frailejón no es solo una cobertura vegetal densa dentro del páramo, pues aquel tallo de hojas lívidas y pubescentes conserva el preciado líquido del planeta tierra, el agua.
Tierra de leyendas
En el húmedo territorio está la Caja del Rey, un monolito de ocho metros de altura que conserva su similitud con un cofre de riquezas. Desde el centro de aquella roca nace la leyenda del Cacique Sanoha, quien se revela para dar el tesoro a la joven de quince años que vaya desnuda en abril a la media noche.
Existen otros accidentes geográficos como la Peña de Otí, de la cual extrajeron en la época de la Colonia la piedra que conforma hoy, la Basílica Menor de Nuestra Señora de Monguí, el convento de los franciscanos y el Puente de Real de Calicanto por el que después pasaban el maleable pedrusco.
Calicanto era un material de pegantes que se mezclaba con sangre de res para fijar las piedras y bloques de rocas que se utilizaba en murallas o muros de contención.
Están las torres gemelas, dos grandes torres de piedra que quizá, años atrás fueron una sola y por fenómeno de la naturaleza se creó con el tiempo una notable grieta en la mitad. Y la Ciudad Perdida, una majestuosidad paisajística de innumerables piedras en las que se dice estar el recóndito sol de oro de los muiscas.
Fauna silvestre en peligro
A 4000 metros de altura la vegetación no es el único ser vivo que complementa un banco de imágenes descriptibles de Ocetá, pues el venado de cola blanca representa la adaptación de la fauna en fuertes temperaturas, y pese a ser un mamífero mezquino en su libertad, ha sido víctima la caza y el cautiverio. Otras especies ambulan clandestinamente en el neotrópico andino como el conejo sabanero, los tinajos y el simbólico cóndor de los andes que en extraordinarias ocasiones deja caer su vuelo desde la peña más alta del páramo, donde lo han visto tirar su polluelo para enseñarle a volar.
Un páramo «tierra de nadie»
Entre enormes frailejones, diversidad botánica y fáunica, el páramo de Ocetá ha sido devastado por el hombre y los mamíferos rumiantes de cuerpo robusto que han exterminado los musgos que parecen alfombras. Sin embargo, el problema va más allá de destruir la vegetación que cubren el endeble suelo, pues algunos habitantes aledaños que han administrado sus tierras durante años, extienden su territorio para la ganadería y la agricultura, cauterizando grandes zonas parameras que albergan frailejones de hasta 100 años de vida, de esta manera la situación es aún peor cuando se ve un siglo de vida entre las llamas.
Hernando Orozco, Director de Cultura y Turismo de Monguí, es un hombre que pese a las pocas herramientas que posee para cuidar el ecosistema, demuestra que el páramo es su prioridad, “el páramo es mi hijo”, decía con entonación fuerte antes de exponer la realidad de un bien natural y no de un atractivo turístico. “Nosotros nos sentimos orgullosos por todo lo que hicieron nuestros antepasados empíricos, por eso tenemos que aprender a tener sentido de pertenencia para decir, cuídelo. La gente destruía el páramo por desconocimiento, y aun lo han acabado en la parte vegetal nativa, pues las bestias de dos y cuatro patas lo han deteriorado”.
Ocetá parece ser de nadie, pues las granjas aledañas son herencia a punta de palabra, por lo cual ninguna tiene escritura para ser comprada por el Gobierno y declararse así, parque de reserva natural. Los frailejones, los venados de cola blanca, los lupinos y los senecios son de quien quiera conservarlos por su importancia y de quien quiera acabarlos, ya sea por ignorancia o por interés propio para dejar una llanura infértil, donde las flores que albergan el agua son remplazadas por las deyecciones ganaderas.
“El primer plan de conservación que uno debe tener es el sentido de pertenencia, segundo el institucional, pero a nivel institucional tristemente no hemos podido porque la mayor parte de los terrenos de Colombia son herencias de tradición, donde el Gobierno no puede intervenir. En si, es muy poco lo que se ha podido hacer como la sensibilización y concientización con la gente a través de parlantes”, dice Orozco, quien además hace su propia ley junto a otros miembros de la Casa de Gobierno, como hacer fuertes llamados de atención a los que hacen caso omiso y destruyen con sus bestias el ecosistema.
Sin embargo, pese aquella concientización que recalca Hernando, aún hay factores hostiles a la protección del páramo como la misma iglesia de Nuestra Señora de Monguí, la cual adornan en la celebración del Corpus Christi con rosetas de frailejón como si fuesen estatuillas que guardan y desempolvan para conservar su eminente perfección materialista.
Para Félix Márquez, biólogo de Corpoboyacá, el páramo no es como los habitantes y el mismo Gobierno lo describen, pues según la entidad, el páramo de Ocetá se unió con el de Siscunsi para crear el Parque Natural Regional Siscunsi-Ocetá. De acuerdo con el informe final de valorización emitido como documento de convenio de cooperación número 110 del año 2010, existe un programa que busca legitimar las restricciones de uso del suelo en los predios ubicado dentro de este parque.
“Cuando yo era pequeño y el pueblo desconocía la importancia del páramo, subía junto a un grupo de veinte amigos y arrancábamos los frailejones para trabajos de la escuela”, dice tímidamente Joaquín Gómez, un artista que ahora al igual que Hernando y el resto de la población monguiceña, siente la paramofilia en sus venas e intenta cuidar de forma independiente el ecosistema que les da la vida. “Es importante apropiarnos de la naturaleza y cuidar de ella, como también es sustancial que la gente visite estos lugares sin destruirlos, ni contaminarlos porque páramos como estos dotan nuestras necesidades”.
Hoy, el páramo de Ocetá sobrevive sin cestas de basura, señalización, guarda paramos, instructores profesionales, registros y manejos prediales o educación formal y ambiental, pues la mayoría del pueblo, al igual que Hernando y Joaquín, se han apropiado con desasosiego y paramofilia de aquel ecosistema en el que los frailejones reinan, mientras el manto de la neblina llega como el soplo de un dios, cubriendo de blanco las lívidas montañas que resguardan especies bajo cualquier temperatura.
Conservar el páramo de Ocetá no solo es un muestra de amor por el medio ambiente, sino un ejemplo de interés común que determina un apogeo de belleza, una belleza que el mundo entero debería imitar, que aquellos que viven entre frailejones, senecios, lupinos y afables musgos ansíen tal perfección geológica aún ilesa frente a la blasfemia del hombre.
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