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VIVIR BAJO UN TOLDO

Nelson Urbina enciende su cigarrillo y fuma, recostado a medias sobre su carro. La noche se enfría alrededor y las luces del bar Swinger de la esquina le rozan de improviso el rostro demacrado. El hombre de 43 años va sacando lentamente el humo mientras se arropa: sube lo más que puede el cierre de la chaqueta y anuda sus tenis de bota. Nelson Urbina se vuelve a apoyar en el auto inservible, cubierto con una lona que tiene impreso un paisaje marino. Esa es su casa en Chapinero: literalmente.

Él es una de las más de once mil personas que la Secretaría Distrital de Integración Social de Bogotá clasifica como “Ciudadanos y ciudadanas de la calle”. Lleva viviendo doce años como tal, pero sólo cinco al lado de un área verde situada apenas una cuadra debajo de la Caracas. El hombre es el multi trabajos de la zona: igual lava autos, que hace mercado para los vecinos, arregla instalaciones de luz o vigila por las noches.

Nunca se detiene, sólo cuando su cuerpo le exige dormir cada que dan las tres de la mañana. Pero apenas sean las once o doce del nuevo día, empieza todo nuevamente.

Su vida ha sido un mosaico, aunque durante mucho tiempo la única constante fue la violencia. Urbina ingresó al ejército cuando tenía 27 años, y combatió como parte del frente Contra Guerrilla Móvil en Putumayo y el Catacumbo, hasta que llegó un día que le cambió todos los venideros.

La vida, los giros

 Nelson Urbina se vuelve a apoyar en el auto inservible. Esa es su casa en Chapinero: literalmente.
Nelson Urbina se vuelve a apoyar en el auto inservible. Esa es su casa en Chapinero: literalmente.

“Me crié en un ambiente duro desde que era muy pequeño. Yo nací en Zipaquirá y mi papá era conductor de una flota intermunicipal, pero cuando cumplí nueve años, murió de un infarto. No tenía hermanos, así que mi mamá y yo nos fuimos a vivir donde mi abuela. Ella tenía una cantina, así que yo respiré desde niño un ambiente de farra, alcohol y peleas”, cuenta.

Como para ambientar la conversación, del bar Swinger, el más conocido de Bogotá, salen ritmos electrónicos ensamblados con champetas. A pesar de ser mitad de semana, ya varios autos están estacionados en las aceras cercanas. Nelson escanea los vehículos. Sabe que será otra noche de mucho trabajo. Regresa a la conversación.

“En esa época mis tíos, con los que también vivíamos, nos golpeaban a la menor provocación. Un día yo me cansé de eso y me escapé de casa junto con uno de mis primos, Jorge, con quien viaje mucho. Primero anduvimos por Villavicencio y Medellín. Luego nos fuimos a la costa: a Santa Martha, Cartagena y Barranquilla. Íbamos pidiendo dinero, hasta que juntamos 200 mil pesos y por lo que valían en aquel entonces, volvimos a Bogotá en avión. Nos dimos el lujo.”

Ellos regresaron después de dos años a “Zipa”, como refiere frecuentemente Nelson, pero ya eran muy diferentes. Los tíos quisieron seguir sometiéndolos, pero ya no pudieron. Así que pronto decidieron enlistarse en el Ejército para combatir a la guerrilla.

“Un día nos emboscaron y mataron a once de los nuestros. Entre ellos estaba mi primo. Ese fue el momento en que mi vida dio un giro. Fue un golpe muy, muy duro.” El hombre enciende otro cigarrillo y lo cala hondo. Se queda un rato en silencio, mientras observa cómo una patrulla aparece para hacer una ronda de costumbre.

Las luces rojas y azules se aproximan y él empieza a ponerse nervioso. Pasa. Él respira de nuevo y dice: “si usted no hubiera estado acá hablando conmigo, seguro me hubieran llevado a la UPJ (Unidad Permanente de Justicia) por lo menos unas 24 horas. Eso es una pesadilla. Ya me ha pasado como cuatro veces.” En ninguna de esas ocasiones le dieron razón de por qué lo hacían. “Aquí ser habitante de la calle es un delito, aunque no esté escrito en la ley”, agrega él.

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Judith Rodríguez es la responsable de una casa de hospedaje situada frente al carro que se ha vuelto parte del paisaje en esta cuadra. Ella trabajó hace algunos años en la Secretaría Distrital de Integración Social de Bogotá, donde se diligencian casos como el de Nelson. Y aunque no le parece del todo la situación de los ciudadanos en condición de calle, con él no tiene problema.

“En Colombia, vivir en la calle es una opción. No está penalizado por la ley, de ninguna manera. Personalmente no tengo quejas del señor. Al contrario, siempre que puede me colabora: ya sea sacando la basura o cargando algunas cosas que tengo que meter a la casa. Lo ideal sería que no viviera así, pero si no deja de hacerlo y no nos afecta, no tengo por qué ser yo quien lo juzgue”, dice, mientras bebe un jugo de naranja antes de irse a trabajar.

Sin fortuna

La muerte de Jorge fue un punto de quiebre para Nelson. A partir de eso, varios sucesos le cayeron encima como en cascada. La prolongada mala racha comenzó con seis años de prisión, luego de dar dos tiros y dejar cuadrapléjico a un general del Ejército que le negó el permiso para asistir al funeral de su primo y que le propinó una cachetada.

Para cuando el zipaquirense ganó su libertad, estaba muy resentido con las Fuerzas Armadas. Así que se pasó al otro bando, el de la guerrilla. Otro cigarro. Más luces. El mismo tipo de música, pero ahora con voces lejanas de un presentador de espectáculos dentro del club de parejas intercambiables.

“Duré como ocho meses con ellos y luego me les escapé, porque tampoco era un asesino. Tuve que ser muy astuto, porque si me encontraban, me mataban. Después volví a Bogotá. Pero entonces me sentía un verraco por haber vivido la guerra. No me la dejaba montar por nadie y tuve muchos problemas con la gente por eso. Me emborrachaba mucho, me descuidé más. Fue hasta hace siete años que dejé el trago, pero me refugié en la marihuana”.

Al filo de las 10 de la noche, empiezan a llegar a pie parejas que van de la mano y se internan bajo la luz amarilla de un motel que se publicita con un gran corazón al lado de unas letras que dicen “Paraíso Bogotá”. Estudiantes con mochilas al hombro se deslizan hasta sus departamentos. Y mientras tanto, una perra color canela sale debajo del carro cobijado por olas. Mira alrededor, como aturdida por el estruendo y busca las piernas de su amo. «Se llama Niña», dice él y le extiende cerca del hocico una mano sucia, un par de uñas amoratadas.

La historia sigue. “Intenté volver con mi familia, pero cuando les conté de mis vicios y todo lo que había vivido, no me quisieron aceptar de nuevo con ellos. Fue así como me quedé a vivir en la calle, que es mi hogar desde hace doce años. Hubo un tiempo en que hasta trabajé también para un cártel que se llamaba “La reina de la coca”. Yo vendía pastas pero pronto ‘la poli’ se dio cuenta y me empezaron a cobrar soborno. Entonces, como no me resultaba tan buen negocio, lo dejé por la paz.

No obstante, Nelson también tuvo una época de trabajo formal. Fungió como auxiliar de almacén en una empresa de fabricación de vinilos por un año y medio. “Ahora me gustaría trabajar bien en algo, pero no tengo documentos. Por eso estoy tramitando de nuevo mi cédula. Sin ella gano muy poco. Por ejemplo: si lavo tres carros al día me dan 15 mil pesos, a lo que le tengo que descontar tres mil de lo que pago por agua. Pero no es fijo. A veces no gano nada porque no encuentro nada qué hacer.” Según cuenta, los jueves, viernes y sábados son sus días más ocupados.

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Camila y Alexa también son vecinas del sitio, pero raramente han intercambiado un saludo. No obstante, ambas comparten un sentimiento de rechazo ante la presencia del hombre. Casi nadie sabe cómo se llama. Sencillamente todos tienen presente que es el ‘señor de los mandados’ o ‘el hombre del carro viejo’.

“A mí me parece triste que haya personas que tengan que vivir en esa situación. Yo me he puesto a pensar en ese señor antes y no puedo creer que no haya alguien de su familia que lo busque o responda por él. Sin embargo igual me parece que debería buscarse algún trabajo más formal para que viva mejor”, dice Camila.

Alexa hace una mueca al oírlo mencionar y agrega que lo ha visto fumando marihuana. “A mí sí me incomoda, me da miedo que nos observe y sepa todo lo que hacemos. No sé cómo no hay más programas sociales para que se los lleven o voluntarios jóvenes que los ayuden. No sé, algo por el estilo”.
“Yo no lloro ante la gente”

El zipaquirense empieza a actuar con más naturalidad que al principio. Así que habla al tiempo que desocupa el sitio donde mañana temprano recolectará la basura de cada una de las casas de la cuadra, para cuando llegue el camión que se las lleve. ‘Niña’ sigue de cerca sus movimientos. De vez en cuando tiene que sortear alguna colilla encendida que él deja caer.

“A mí me han pasado cosas muy duras. Me han macheteado, disparado, asesinado amigos…No lloro ante la gente, pero cuando estoy solo, sí. ¡Cómo no! Hubo un tiempo en el que estaba tan decaído que traía el cabello hasta acá”, dice, mientras da una media vuelta bamboleante, señalando con el índice un sitio muy bajo en la espalda.

“Dormía ahí, vea”, y señala un arbusto de apenas un metro de alto, apenas al lado de su auto. “Así estuve tres años. Para no sentir frío de noche, me acostaba de día. Hasta que una señora que vivía acá enfrente se empezó a interesar en que estuviera mejor, cuando nadie más me hablaba. Nunca me dio la espalda y de pronto hasta me daba regalitos. Me mandaba a hacer su mandado y, por ejemplo, me confiaba mucho dinero. Nunca le robé nada, ni a los demás que me dan trabajos. No está bien ser aprovechado de la oportunidad y la confianza con la gente”.

La mujer murió de cáncer hace cuatro meses. Y el auto (una camioneta Mazda, modelo 85) es de su hijo, quien lo cedió a cambio de que Nelson lo cuidara y mantuviera bien. “Adentro solo tengo tres cobijas, una colchoneta y nada más. De pronto solo algunas cositas que voy guardando.” Él no accede a mostrar el interior. “No tengo nada interesante”, refuerza.

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Judith va con prisa hacia a su trabajo. Pero mientras cierra la puerta de su casa alcanza a terminar una idea. “Prefiero mil veces ver a una persona como el ‘señor del carro’, que a alguien que también viva en la calle pero ande perdido en las drogas o haciéndole mal a la gente. Hay indigentes tan destruidos que hasta en los hogares de paso dispuestos por la Alcaldía de Bogotá se les tienen que conseguir y suministrar estupefacientes”.

Apenas enciende su carro y empieza a salir del garaje, el hombre se acerca y le ayuda a salir con facilidad a la calle. Ella abre su ventanilla y le da unas monedas que tintinean en su mano cuarteada. El día empieza de diferente forma para cada persona.

Ante la pregunta “¿usted es feliz?”, él resuelve con un instantáneo y automático: “No, nadie es feliz viviendo en la calle.” Pero el semblante le cambia con el segundo cuestionamiento. “¿Un deseo? Claro que sí lo tengo. Es de superación”.

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