Como si la pereza fuera un delito

“El alma del perezoso desea, pero nada consigue, más el alma de los diligentes queda satisfecha”, dice la Biblia.
Debo admitir que quedé un poco preocupado después de leer ese apartado. Soy un alma totalmente insatisfecha, concluí. Como si fuera poco, en Proverbios 10:4 dicen que el pobre es el que trabaja con mano negligente, mientras la mano de los diligentes enriquece.
Es decir que además de las carencias de mi alma, ahora tengo que asumir que me espera una vida llena de miseria, o para ser justos eso yo ya lo sabía desde el momento que decidí ser periodista. El punto es que según las sagradas escrituras mi vida está llena de vacíos, así la mires desde los distintos flancos. Maldita pereza, eres la gran culpable de todos mis problemas, pero tranquila, siempre te querré, eres mi fiel compañera.
Sí, soy un gran perezoso. Al grabador y dibujante holandés, Jacob Matham, le hubiera quedado más fácil pintar su obra, La Pereza si se hubiera inspirado en mí; yo era el modelo perfecto para representar a ese pecado capital.
¿Algún problema con mi ineludible característica? Al que no le guste pues de malas, así soy y así me quedaré. No lo digo con orgullo, pero tampoco con pesar. Sólo es un defecto, tampoco es para ponerse a llorar, aunque debo admitir que en varios momentos sí me he sentido un poco triste por mi condición. “Este niño no sirve para nada, no es capaz de mover un dedo”, ha dicho mi abuela sobre mí unas 2807 veces. Hasta cuando me felicita por mi cumpleaños termina dándome cantaleta sobre el hecho, eso le baja el ánimo a cualquiera. No le veo la necesidad de dar el mismo discurso tantas veces ¡Acéptenme como soy por favor!
Las personas con quienes convivo –mi abuela y mi tía- deben acostumbrase a que yo manejo mi propio ritmo. Es que yo soy de los que esperan tres días para volver a tender la cama, de los que sólo se levantan cuando ya no se aguantan las ganas de ir al baño, o en su defecto cuando el hambre nos pone en la agotadora tarea de dirigirnos a la cocina. Como dice Jaimito el cartero: “es que quiero evitar la fatiga”. Lo malo es que tener mi cabeza apoyada en la almohada tanto tiempo me está dejando calvo en la corona, no dejo respirar las raíces de mis cabellos, las estoy asfixiando.
Mi familia siempre me ha dicho que lo que define a un verdadero hombre es levantarse a las 6 de la mañana y ducharse con agua fría para enfrentarse al mundo con la mente despierta y despejada. Tampoco es que lo haya intentado muchas veces –ninguna de ellas voluntariamente-, pero a mí, más bien me sucede todo lo contrario; frente al mundo más que una mente despejada, parezco más bien una desorientada. Eso sin mencionar la depresión que me da el saber que tengo que ir a estudiar, o en su defecto, a trabajar. Esa actitud me recuerda a alguien, al gran Ignatius J. Reilly.
Ignatius J. Reilly es el protagonista de la inolvidable novela de John Kennedy Toole, La conjura de los necios. Ignatius es un individuo absolutamente incapacitado para el trabajo, precisamente porque representa la antítesis de lo que nuestro mundo esclavizado exige: es holgazán, ingenioso, improvisador, odia madrugar y cree tener razones casi científicas para hacerlo; es mentiroso, indisciplinado y un inteligente manipulador. Es una persona que como yo, piensa que una sociedad que solamente piensa en trabajar, en donde la gente tiene de levantarse a las 7 de la mañana para vivir, y encima dando gracias, sólo la pudo inventar un ser desalmado, cruel, cretino y absolutamente monstruoso.
Todos sus intentos de incorporarse al mundo laboral fracasaron estrepitosamente, como bien se puede observar en la siguiente conversación que sostuvo con su madre:
—Bueno, Ignatius, mañana volverás a buscar trabajo. Hay muchísimo trabajo en la ciudad.
—Si he de salir mañana, no me iré de casa tan temprano. Me he sentido muy desorientado por el centro.
—Mira, escucha. He estado viendo este anuncio en el periódico todos los días —dijo la señora Reilly, acercando mucho el periódico a los ojos—. “Hombre limpio y muy trabajador…”
—Qué será eso de muy trabajador…
—“Limpio y muy trabajador, de confianza, callado…”
—“Callado”. Trae acá eso —dijo Ignatius, arrebatándole el periódico a su madre
— (…) “Hombre limpio, muy trabajador, de fiar, callado”. ¡Santo Dios! ¿Pero qué clase de monstruo quieren? Creo que jamás podría trabajar en una institución con semejante visión del mundo.
En realidad Ignatius es un genio, un genio inútil para una sociedad como la nuestra, y por eso los necios se conjuran contra él. También lo era J. Kennedy Toole, pero él no soportó ese mundo aburridamente mecánico que había sido incapaz de reconocer su talento como escritor, así que se suicidó. Al tiempo su libro fue redescubierto y volvió a la vida a través de él.
¿En realidad qué es la pereza?
La pereza (en latín, acidia), se define en sentido propio como una tristeza de ánimo que aparta a la persona de las obligaciones espirituales, y en un sentido más amplio se corresponde con cualquier desidia, indolencia y negligencia. Está referida a la incapacidad de aceptar y hacerse cargo de la existencia de uno mismo. Eso es absolutamente cierto; mi existencia en realidad está a cargo de mi mamá, mi pereza no me deja encargarme de mí mismo.
¿Por qué soy tan perezoso? Me he hecho la misma pregunta varias veces y me he demorado encontrándole la respuesta, pero por fin lo logré, gracias a Herman Melville. La encontré en su cuento, Bartleby el escribiente. Allí dice:
“Soy, en primer lugar, un hombre que desde la juventud ha sentido profundamente que la vida más fácil es la mejor”.
Sí, definitivamente esa es la razón de mi pereza. Sin embargo, después de terminar de leerme el cuento quedé un poco preocupado.
Herman Melville fue un escritor estadounidense que además de novela y cuento, escribió ensayo y poesía. Se hizo mundialmente famoso por escribir Moby Dick, eso sí, Bartleby el escribiente no se quedó atrás en cuanto a reconocimiento se trata. Así como Moby Dick, Bartleby también pasó a la pantalla grande.
Bartleby, el escribiente es uno de los más célebres relatos breves de la literatura americana. Nos cuenta la historia de un peculiar copista que trabaja en una oficina de Wall Street. Un día, de repente, deja de escribir amparándose en su famosa fórmula: «Preferiría no hacerlo». Nadie sabe de dónde viene este escribiente, prefiere no decirlo, y su futuro es incierto pues prefiere no hacer nada que altere su situación. El abogado –el narrador- no sabe cómo actuar ante esta rebeldía, pero al mismo tiempo se siente fascinado por tan misteriosa actitud. Su compasión hacia el escribiente, un empleado que no cumple ninguna de sus órdenes, hace de este personaje un ser tan raro como el propio Bartleby. El comportamiento de Bartleby representa, sin duda un enigma. Justo lo que soy para mi tía y mi abuela.
Es que Bartleby y yo somos como almas gemelas; ante cada tarea asignada nosotros decimos: “preferiría no hacerlo”. La única diferencia entre Bartleby y yo, es que él lo dice en voz alta, mientras que yo, sólo lo digo en mi mente. Creo que a mis jefes, profesores y a mis papás no les agradaría mucho que yo les diera esa respuesta, no tengo otro remedio, me toca ser hipócrita. Que cobarde soy, quiero ser tan valiente como él, o quizás no, de pronto esa diferencia me salvará de lo que sí le pasó a Bartleby; es que yo no quiero morirme por inanición. Además, si me muero terminaré en el purgatorio. Al menos eso es lo que dice Dante.
El destino de los perezosos está descrito por Dante Allegheri en su grandiosa obra, La Divina Comedia. La cuarta terraza del Purgatorio está llena de almas que caminan deprisa y con un fervor ardiente para compensar la negligencia y la tardanza que les impidió hacer el bien. Los ejemplos de entusiasmo o energía, las virtudes opuestas, son clamados por las almas que recorren la terraza. Como si fuera poco, estos perezosos están demasiado ocupados siquiera para conversar durante sus trabajos; tienen que estar corriendo todo el tiempo sin cesar, en contraposición a su pereza en vida. No quiero morirme nunca, no después de saber lo que me espera.
La pereza es mala, sí, pero tampoco es el gran delito. Es cierto que el gran Dante dice que la pereza es pecado, pero a mí eso no me termina de convencer. Mientras leía Amigo fiel de Oscar Wilde, me encontré que estigmatizar a la pereza como algo negativo es sólo una vil arma de manipulación.
Los protagonistas del cuento de Wilde, son El Molinero y el pequeño Hans. El Molinero se aprovecha de la buena fe del pequeño Hans prometiéndole que le daría una carretilla, y le pedía continuos favores amparándose en la supuesta amistad que les unía.
El muchacho siempre de buen corazón, realizaba todo lo que El Molinero le decía, pero era tanto el abuso que en un aparte del cuento el pobre Hans estaba tan cansado que no podía pararse de la cama. En ese momento El Molinero le dijo:
“Válgame, Dios, qué perezoso eres. La verdad es que, teniendo en cuenta que voy a darte mi carretilla, podías trabajar con más ganas. La pereza es un pecado muy grave, y no me gusta que ninguno de mis amigos sea vago ni perezoso”.
Está comprobado, decirle pecado a la pereza es una característica de aquellos hipócritas que acomodan su discurso según la circunstancia. El pobre Hans terminó muerto mientras le hacía uno de los tantos favores al Molinero, por eso cada vez que me dicen que la pereza es algo malo. Me entra por oído y me sale por el otro.
Yo propongo la misma idea que el periodista y revolucionario franco-cubano, Paul Lafargue, en su obra, Derecho a la pereza; quiero imponer “el régimen de pereza para matar el tiempo que nos mata segundo a segundo”. En la obra, Lafargue realiza una crítica marxista al sistema económico nacido del capitalismo, cuyo desarrollo, concluye, desembocaría en una crisis de superproducción, causa del exceso de trabajo y miseria entre la clase trabajadora; más de acuerdo no puedo estar.
El día, en mi régimen de la pereza, estaría compuesto por 10 horas de sueño en la cama, 4 horas de sueño en el sofá, 4 horas de televisión, 3 horas de Facebook e Instagram y lo restante para comer e ir al baño. ¿Y el trabajo? Como decía el grafiti en el muro de la rue de Seine en París: ¡No trabajen nunca!
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