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SOY ADICTO

Soy adicto. Lo peor es que quien me incitó a consumir fue mi mamá. Ahora no puedo dejar de hacerlo. Pertenezco a los 47 millones de colombianos que consumen café, el estimulante más común del país

Todos los pueblos desde tiempos inmemoriales usan psicoactivos. No solo es la marihuana, es el yagé, es el tabaco, es el chocolate (que contiene teobromina, una sustancia estimulante), es el vino y es el café. Estas sustancias, en diferentes medidas, tienen efectos sobre el sistema nervioso, pero solo en el caso de la marihuana es considerada ilegal su producción y venta en nuestro país.

Los primeros traficantes ingleses, hace cerca de 400 años, comerciaban con té y con pimienta, sustancias que para la época eran prohibidas. Lo mismo ocurrió hacia 1920 en Estados Unidos, donde se vivió una sangrienta guerra contra las mafias del alcohol. Hoy a nadie se le ocurriría en Colombia prohibir la cerveza, la pimienta o el té.

El alcohol y el tabaco son mucho más riesgosos que la marihuana, y sin embargo son legales. Los accidentes de tránsito causados por conductores ebrios dejaron 393 muertos el año pasado en Colombia, mientras que no se ha documentado un solo caso de muerte en el mundo por sobredosis de cannabis o relacionada con su consumo.

Tampoco se ha comprobado que, por ejemplo, el consumo de marihuana tenga relación con el crecimiento de la delincuencia. Los ladrones, sicarios y violadores seguirán siéndolo así consuman aguapanela, hierbabuena o jugo de guayaba. No podemos responsabilizar al cannabis por problemas que únicamente reflejan ausencia de políticas gubernamentales.

La penalización, además de ser absurda, resulta inútil. Bien lo dijo el escritor Héctor Abad, “prohibir el porte y el consumo de marihuana para que no haya drogados, es tan eficaz como prohibir las cuerdas y el matarratas para que no haya suicidas”.

“No creo que la marihuana sea más peligrosa que el alcohol”, expresó hace poco el presidente de Estados Unidos, Barack Obama. Resulta paradójico que esta afirmación la hiciera el hombre que anualmente ordena destinar cerca de 40 mil millones de dólares para la guerra antidrogas, una lucha que está construida sobre unos pilares falsos, en los que un problema de salud pública se volvió un crimen, y una costumbre ancestral se volvió un delito.

El peligro no son las drogas sino su prohibición. Dejar al gobierno por fuera del control no resuelve el problema, sino que lo deja en las peores manos: las de los traficantes. Un informe revelado en 2012 por la ONU estima en 119 mil millones de dólares los beneficios obtenidos anualmente por el crimen organizado en el mundo, “con el tráfico de drogas como el delito más lucrativo”.

¿Qué pasaría si, debido a la legalización, los precios de la coca y la marihuana se vinieran abajo? ¿De dónde saldría el dinero para delinquir?

Debemos seguir el ejemplo de Uruguay, que se convirtió en el primer país no solo en legalizar, sino en estatizar la producción y venta de marihuana. El problema no se soluciona con permitir una dosis mínima de 20 gramos, como ocurre en Colombia, mientras se sigue penalizando la obtención y comercialización de esta sustancia, lo que en últimas estimula más el tráfico ilegal.

Está claro: Colombia no consume drogas, las drogas consumen a Colombia. Si no se avanza por lo menos con la despenalización del comercio de marihuana, seguiremos en la misma tónica: unos ponen la plata y nosotros ponemos los muertos. El negocio continúa.

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