Historia de dos reinsertados

Por: Oscar Núñez
Premio Periodismo Escrito Universitario
Categoría: Crónica o Reportaje
Meses después de dejar las armas, y de haber dado paso al olvido de odios ajenos, León María y Aurelio* unieron esfuerzos para liderar una toma pacífica en uno de los 63 albergues que hay en Bogotá.
Estos dos hombres anteriormente pertenecieron a grupos armados enemigos y si las circunstancias se hubiesen dado se habrían enfrentado en el monte. Y aunque parezca absurdo, ambos tienen menos de 26 años, sufrieron directamente la guerra, nacieron en Barranca, entraron a los grupos armados por miedo a la muerte, y terminaron pasando de víctimas a victimarios.
Ambos, en el tiempo en que iniciaron, ignoraban quién era Marx, Smith y Lennin. Pero sí sabían lo que era el hambre, la violencia y la ausencia del Estado.
Aurelio vivía en una vereda de Antioquia haciendo trabajo de campo cuando las autodefensas llegaron y comenzaron a matar a la gente por ser presuntos colaboradores de la guerrilla. A su hermana la degollaron, y luego, al estilo del cuento de Caperucita Roja, le abrieron el vientre, lo rellenaron de piedras y lo tiraron en una ciénaga. Tiempo después, duró durmiendo con Patricia, su compañera, durante tres noches en el rastrojo porque el rumor era que iba a ocurrir una masacre; entonces, le dio a ella dinero para que huyera, y se incorporó en las FARC. Esa, dice, fue la última opción.
De la guerra recuerda que todos los días eran iguales. Y jamás olvidará aquella tarde de abril en que Lucero, una guerrillera con la que él salía, murió luego de recibir varios tiros en la espalda. Él la vio morir, vio cómo sus ojos angustiados luchaban por no cerrarse, pero al final lo hicieron. Y luego, lo hirieron a él.
A León María, quien era colaborador del ELN, las autodefensas le mataron a su padre y paradójicamente terminó siendo miembro de este grupo. Nada de lo anterior le impidió terminar manejando el mortero y la M-60 en el bloque Catatumbo. Vio tantos muertos que no recuerda cuál fue el primero. Y lo único que lo sacaba de su eterno aburrimiento era el “tastaceo”, el combate.
A este hombre de uno con noventa de estatura y cuyos ojos parecen dos nubes amarillentas le encantan las armas. También, dice, le gusta ejercer su arte: latonería y pintura.
La toma fue idea de León María , pero ya en su ejecución, fue Aurelio el encargado de convencer a los otros ocho reinsertados que hicieron parte de la protesta. Aquella noche, como tantas otras, se veía televisión, se jugaba a las cartas, se esperaba a que terminara un día más. Fue a las seis y media cuando León María hizo pública la noticia de que la directora del albergue no les iba a atender, razón evidente de que nadie les explicaría el motivo por el cual se les iba a quitar, a aquellos que no estuvieran estudiando, los catorce mil pesos que el Estado les daba semanalmente para transportarse en Bogotá, único dinero con el que contaban.
Muchos en el albergue no prestaron mayor atención a las amenazas, creyeron que no dejaban de ser simples frases emitidas en un momento de cólera. Que rompemos los vidrios, que quemamos los muebles, que hacemos estallar mechas, que llamamos a los medios de comunicación… Fue entonces cuando Aurelio con su acento paisa los convenció en menos de 15 minutos de que era necesario protestar y hacerse escuchar. Eran once, de los veinte reinsertados que habitaban la casa, los que estaban dispuestos a hacerse conocer, sólo faltaba saber quién de ellos sería capaz de tomar la iniciativa.
El albergue
La casa es de tres pisos, tiene ocho habitaciones y en ella viven 36 personas entre hombres, mujeres y niños. En el antejardín tan sólo hay unos remedos de plantas. Sus paredes tienen grietas en forma de ríos y parece que la luz se negase a entrar. Cuando el extraño timbra, se abre lentamente la puerta, y de la oscuridad sale una niña de cinco años que pregunta ¿a quién necesita?, a la vez que sus ojos tiernos se iluminan. Luego, lo invita a seguir para que espere mientras llama a algún adulto.
En el interior de la casa hay un sofá vetusto y sucio. Las paredes también lo están y se adornan por octavos de cartulina que comunican con una pésima caligrafía que en el “hogar de paz” no se debe consumir alucinógenos ni bebidas alcohólicas, que se debe mantener el orden y la limpieza, y que no se puede llevar personas desconocidas. Los habitantes de la casa muestran desconfianza, y no es para menos, ya que el 15 de julio un explosivo destruyó parte de un albergue para reinsertados en el barrio Teusaquillo de Bogotá.
A raíz de este crimen fue que el presidente Álvaro Uribe tomó la decisión de manera intempestiva de enviar a los reinsertados fuera de las ciudades; y que el Alcalde de Bogotá, Luis Eduardo Garzón, declaró para el diario El Tiempo que el tema de los reinsertados “es una bomba de tiempo”. Al lado del sofá hay dos matas moribundas.
La toma
El día de la toma, fue León María quien tomó la iniciativa. Ante la mirada expectante de sus compañeros lanzó una bicicleta estática desde el segundo piso y un estruendo provocado por los vidrios rotos avisó a los vecinos que algo extraño estaba pasando. A los cuatro minutos ya se encontraba la policía frente a la casa, a los quince el ejército había cerrado la calle, a los veinte llegaban los medios de comunicación.
Ya todos estaban encapuchados, se encontraban en los techos para evitar una posible emboscada y esperaban atentos la respuesta a su única petición: la presencia de representantes del ministerio del interior y de varios noticieros. Un rato después la petición había sido cumplida.
Los periodistas no entraron al albergue porque el Ministerio del Interior no lo permitió. Entonces, y ya con el ánimo enardecido iniciaron los reclamos. El primero en hablar fue Aurelio. Preguntó por qué les iban a quitar los catorce mil pesos que les daban semanalmente. Pero las denuncias continuaron y cada vez se hacían más delicadas.
A muchos de ellos aún les debían un millón de pesos por haber entregado su fusil, a otros un dinero que se les prometió por hacer parte de operativos militares y por denunciar los sitios en los cuales operaban los grupos armados a los que anteriormente pertenecieron. La lista de incumplimientos continuó, dijeron que les parecía un atropello la manera como los sancionaban por faltas menores: son expulsados del albergue por varios días (el tiempo lo estipula un funcionario de mininterior), eso significa que se quedan sin dónde pasar la noche ni comer; la gran mayoría de ellos no son de Bogotá ni tienen familiares en la ciudad.
Las denuncias fueron escuchadas y los representantes del ministerio dieron su palabra de que “toda irregularidad sería resuelta con la mayor brevedad”: tres meses después las cosas seguían igual.
Pero esto a León María no le importaba demasiado. Sus planes eran otros. El día anterior a la toma había regresado a Bogotá luego de haber pasado tres días con un grupo armado que se encontraba a tres horas por carretera de la capital. La idea inicial era quedarse allá. El grupo de las autodefensas lo esperaba, ya que estaba reclutando desmovilizados. Pero al llegar no había fusiles, o lápices -como los llaman- y sin éstos, dijeron, no se meterían al monte. León María decidió regresarse junto con otros nueve reinsertados de diferentes albergues persuadidos por él. Antes de irse les aseguraron que las armas llegarían a más tardar en una semana. Este hombre fue el actor principal de la toma porque no perdía nada, de hecho, buscaba un motivo para hacerse expulsar y poder regresar tranquilamente a la guerra.
Aurelio sigue esperando a que le paguen el millón de pesos que le deben por haber arriesgado su vida en una fuga de más de dos días en la que sus compañeros guerrilleros, con los que compartió cinco años, lo seguían para matarle por desertor. Él no descarta regresar a un grupo armado y cuando se le pregunta ¿por qué volver a la guerra? El responde:
– Porque un hombre sin un arma no vale una mierda.
_______________________
*Los nombres han sido cambiados para protección de los protagonistas
Sin Comentario