IGLESIA DEL VEINTE DE JULIO: LA DIVINA MISERIA
Al entrar, la magnificencia se reduce a las súplicas de los pecadores. La tumba del padre Juan del Rizzo, uno de los fundadores de éste centro religioso, se ubica justo a la entrada e indica que a partir de allí todo lo divino es sagrado, y todo lo sagrado es secreto, por ello, los feligreses callan.
Todas son almas en pena que caminan como borregos directo al matadero. Hay quienes se persignan, hay quienes luchan contra su propio cuerpo para humillarse ante él. Una mujer se arrastra sobre sus rodillas, sabrá Dios cuántos pecados la tienen postrada en esa posición o qué cruz estará cargando sobre su envejecida espalda. En el interior, como siempre, los recibe altiva y omnipotente la imagen del Divino Niño, esperando muy seguramente que depositen sobre una urna de metal su “pan de cada día”
Desde su construcción, hace 71 años, la Iglesia del Veinte de Julio es el refugio de miles de personas que a diario se acercan a ella para pedir “el milagro divino”. Los domingos la concurrencia aumenta, entre 40 y 50 mil almas se acercan a éste emblemático lugar en busca de la salvación o quizá simplemente como curiosos turistas sorprendidos ante la opulencia de la obra.
Al entrar, la magnificencia se reduce a las súplicas de los pecadores. La tumba del padre Juan del Rizzo, uno de los fundadores de éste centro religioso, se ubica justo a la entrada e indica que a partir de allí todo lo divino es sagrado, y todo lo sagrado es secreto, por ello, los feligreses callan.
Decenas de imágenes de todos los santos que miran al cielo adornan las paredes de la iglesia. En la nave central descienden seis lámparas demasiado modernas para este ambiente. Al fondo, en su nicho blanco, de tres metros de estatura, la presencia de Jesucristo domina con su mirada todo el interior.
Aquí vive la riqueza de los pobres, los pobres pecadores. Tal vez ésta sea la única ocasión en la que puedan apreciar con tanta opulencia. Los parlantes instalados sobre las columnas, que son adornadas por detalles de oro, dejan salir cantos gregorianos que inspiran a los feligreses.
El Divino Niño se encuentra encarcelado entre un vidrio blindado, sobre el que refleja su magnificencia. Un grueso candado lo protege de todo peligro, pues en cualquier momento el demonio humano podría adueñarse de él. El protector también debe ser protegido.
“Todo lo que quieras pedir pídelo por los méritos de mi infancia y nada te será negado”, es la frase escrita en la Novena que ha alentado a por lo menos tres generaciones de creyentes colombianos desde que el padre Juan del Rizzo instaló la imagen del Divino Niño en la parroquia del Veinte de Julio.
El cajón sobre el que se depositan las ofrendas es más grande que el mismo Niño Jesús, los devotos lo contemplan largo tiempo con resignación y esperanza, claro, la esperanza es lo último que se pierde, lo primero son las monedas y billetes que caen celosamente sobre el baúl de la caridad.
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De eso viven precisamente los 28 curas de la Congregación Salesiana que pasan sus días en este lugar, entregados al señor y, por supuesto, a la caridad. Gracias a los generosos aportes de los creyentes además se han podido instalar pantallas gigantes y banners móviles. Todo un mundo de modernidad en la institución más antigua de la humanidad, la religión.
En el barrio Veinte de Julio, que era una zona marginal de la capital en la década de los treinta, Juan del Rizzo logró realizar su sueño de construir un lugar de veneración católica. La imagen del Divino Niño, de brazos abiertos y pies descalzos, que el padre consiguió casi por casualidad en un establecimiento bogotano, atrajo las primeras limosnas y las primeras libras de chocolate con que los Salesianos construyeron lo que se ha convertido en uno de los más grandes emporios religiosos de Latinoamérica, donde vive la riqueza, pero muere la fe.
Nada menos parecido al Cristo que bajó a la tierra hace más de dos mil años. Ese hombre que compartía su pan con los más necesitados, que se mezclaba con los leprosos y las prostitutas y que pregonaba la castidad, poco tiene que ver con estos prelados que predican sobre un lujoso púlpito, sobre estatuas de santos bañadas en oro y se alzan sobre inmensas urnas donde se deposita la caridad.
Si los curas quisieran encontrar a Dios no tendrían que buscarlo en suntuosos monumentos, sino justamente en sentido contrario, hacia los mendigos que callan bajo los puentes, hacia las madres que lloran a sus hijos muertos en la guerra o hacia las manos pedigüeñas de los niños mendicantes, e incluso si así lo desean, pueden mirar hacia la mujer que vende lotería postrada en una silla de ruedas justo a las afueras de la Iglesia del Veinte de Julio, gracias a lo cual conseguirá algunas monedas que con fe depositará sobre las urnas de la caridad.
Cuando el sol está a punto de entregarse al atardecer, algunos feligreses se empiezan a retirar de esta mole religiosa con la única vigilancia del gran reloj que se alza sobre la parte alta de la fachada, que les indica que ya es hora de volver de nuevo a la divina miseria: esa realidad cargada de cobardía, traición, maldad y egoísmo. ¿Será que ya todo está consumado?
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