“Acerca de la fragilidad de los vínculos humanos”
Por: Nicolay Abril
Vivimos en una época de extrema ligereza, un mundo que a fin de cuentas termina siendo trivial, suscitado por la búsqueda del placer en sí mismo, obviando cualquier elemento que pudiera ser contrario a éste.
Inevitablemente quien rompa con lo anterior será presa de la presión colectiva, la misma que lo induce a creer que está en el error por fuera del statu quo, o que bien, recurre a un desperdicio de todo cuanto pueda hacerlo feliz sin esfuerzo alguno; principio de este mundo liquido ya globalizado.
Resulta curiosa la explicación dada por Zygmunt Bauman, en su libro ‘Amor Liquido’, al referirse a la imposibilidad de aprender a amar, argumentando que el amor no tiene historia, y de ahí dicha dificultad. Para mí el amor constituye una serie de déjàvu’s. Es decir que mientras experimentamos la intangibilidad del amor presente, pasamos por muchas situaciones que pensamos ya haber vivido con otra persona, y al creer que aprendimos de esa experiencia obramos como creemos que debemos hacerlo. Pero de ahí resulta algo nunca planeado, porque así como el amor es vivido por distintas personas de manera desigual, no podemos actuar con una persona como lo hicimos con la otra, es ahí cuando el supuesto aprendizaje del amor se escabulle, lo que a su vez lo hace difícil de definir.
Es tal vez por esto que cambiamos de “amor” como cambiamos de camisa, es la emoción provocada por querer vivir algo nuevo, lanzarse al vacío. De ahí que no resulte un problema arrojarse en “aguas desconocidas” para descubrir y descifrar a la otra persona. Algunas veces esta situación llega a acabar con el amor, porque lo descifrable ya se conoció, y se conoció tanto que ahora es monotonía. Lo que provoca entonces la pérdida del deseo, chispa necesaria para el interés por la otra persona. Pero en tanto esa chispa se acaba, prescindimos de ella por una relación de costo/beneficio.
Es esa necesidad de cambio la que trae una insaciabilidad de doble filo, por la que siempre estaremos inmersos en la búsqueda de novedad. Pero a su vez, estaremos ahogados en una sensación profunda de vacío, característica del homo sexualis –el hombre en búsqueda del placer en sí mismo-, al compartir las agonías del homo consumens.
¿Entonces?, ¿estamos condenados a la soledad e incertidumbre? Para los que viven en ese mundo líquido sí. Pero cuando alguien quiera escapar de las frívolas trivialidades; arriesgarse a vivir en la locura; seducir al amor; ofrecerle novedades bajo el rótulo de compromiso, ¿tiene que ser considerado, como diría Bauman, el “hambriento consumido en medio de la opulencia del festín consumista?, ¿acaso el mundo contemporáneo le prohíbe el querer seleccionar su pareja para darse un mejor festín y suprimir, tanto como pueda, ese vacío? Evidentemente no tiene por qué ser así.
Las relaciones actuales las podemos dibujar en un enorme vidrio regado de agua, en el que todos estamos conectados de una u otra forma. Así como las gotas del líquido en el vidrio logran unirse, igualmente pueden chorrearse, logrando en los vínculos aquella fragilidad tan anhelada: el poder de unirse de una gota a otra. Es así que, como dice Bauman, se carga con esas relaciones tan livianamente, para que en cualquier momento puedan zafarse sin dolor. Pero gracias a esto, muchos viven en la sombra de la insaciabilidad y el vacío. Quien vaya en contra de ellos será condenado intrínsecamente por el colectivo insatisfecho.
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