LA GUERRA: UN JUEGO DE NIÑOS

Es hora de entregar un nuevo país a aquellos rostros inocentes que sufren el conflicto. Nunca encontraremos la paz si no hacemos esfuerzos por buscarla.
¿Por qué Dios me castiga, si yo siempre me porté bien?, preguntó el pequeño de siete años en medio del caos.
Jesús David soñaba con ser astronauta. La superficie árida del suelo de La Macarena (Meta) era el espacio perfecto para que dejara volar sus sueños. Saltaba y correteaba libremente, dejando sus huellas marcadas sobre la arena, mientras inspeccionaba en busca de nuevo territorio por conquistar.
Esa misma curiosidad lo llevó a un diminuto objeto que parecía ser un ‘platillo volador’. “No te acerques”, fue la advertencia de su madre. Pero él tercamente se acercó. Un acto inocente que hizo cambiar el itinerario de la misión.
La cuestión se abre en la esperanza de entender cómo un individuo puede abandonar un artefacto repleto de explosivos y clavos a los pies de un niño de siete años que sueña con ir a la luna.
Ni siquiera Mateo* lo sabe. Conoció las armas al mismo tiempo que aprendía a caminar.“Empuñar un fusil es como cumplir un sueño. Siempre estuve ligado a las armas, cuando era pequeño juagaba con pistolas de palo”. Hoy tiene otros ‘juguetes’, pero con los de ahora sus contrincantes no vuelven a casa.
“Ingresé a la guerrilla cuando tenía 14 años al presenciar las atrocidades que cometían los paramilitares en alianza con el Ejército. Una de esas masacres me tocó en carne propia mientras vivía en Puerto Gaitán (Meta). Las autodefensas se tomaron el pueblo y empezaron a disparar contra las casas. Cuando reaccioné encontré a mi hermanita en la cuna envuelta en sangre. Es injusto que una niña de seis meses tenga que sufrir la guerra”, comenta el guerrillero.
Justa o no, la guerra no perdona edad. En medio del fuego, un bebé de un segundo de nacido ya tiene la edad suficiente para morir. Sin importar sexo, ni estrato, todos los proyectiles llevan marcado el nombre de un alma que pronto descansará en la plenitud eterna.
Eso lo sabe Mateo a la perfección, quien ahora con 21 años es capaz de ensamblar una AK-47 con los ojos cerrados y de inmediato disparar una ráfaga que va “contra la indiferencia del Estado”.
Mateo se levanta cada día con la idea intacta de “cambiar este país con las armas”. Esos mismos fusiles han acabado con más de 220 mil vidas desde 1.958, según cifras del Centro Nacional de Memoria Histórica. “No me gusta mirar a los muertos. Hay que mirar de este segundo en adelante”, afirma.
A diario se desplaza desde las tierras fronterizas con Venezuela, hasta las cálidas planicies del interior del departamento del Meta y desde los majestuosas paisajes de morichales que adornan la región del Ariari, hasta las áridas tierras del Guaviare, en busca de aquellos personajes desesperanzados dispuestos a involucrarse en la ruleta de la guerra. Esa peligrosa rueda de la incertidumbre en la que hoy se levantan, sin saber siquiera si se volverán a acostar al final del día.
Año tras año decenas de guerrilleros encuentran su hora definitiva en las selvas colombianas,pero a un buen Gobierno no le debería importar tanto cuando muere un alzado en armas, sino cuando nace, y nace todos los días. En el abandono estatal, en la corrupción de las instituciones o en el deseo de justicia, a diario se gesta un nuevo subversivo, o por lo menos un descreído del país.
Aunque, como lo afirma Alfredo Rangel, director del Centro de Seguridad y Democracia, “la desigualdad social no justifica la violencia. Si ser pobre fuera una excusa para alzarse en armas, Colombia tendría más de 20 millones de guerrilleros”.
Según cifras reveladas por el Centro de Investigación y Educación popular (CINEP), las Farc cuentan actualmente con 9.200 combatientes, de los cuales casi 30% son menores de edad. 9.200 hombres y mujeres que se han entregado a un suicidio permanente. 9.200 almas que han convertido al país en un inmenso cementerio.
La Macarena: sin derecho a soñar
En la Macarena, el derecho a soñar es apenas una ilusión. Caño Cristales, el arco iris que se derritió entre flores naturales y suspiros de vida marina, se pavonea con sus cinco colores: amarillo, azul, verde, negro y un rojo que se confunde con la sangre que se derrama a su alrededor. 48 especies de orquídeas y 500 especies de aves que engalanan el cielo son testigo de decenas de hechos que constantemente aterrorizan a los casi 26 mil habitantes del lugar.
Y es que ‘el negocio es redondo’.
Según cifras de la Unidad de Información y Análisis Financiero del Ministerio de Hacienda, las Farc reciben en promedio anualmente 6,6 billones de pesos, de los cuales casi 70% provienen del narcotráfico, lo que mete al grupo guerrillero en el ranking de las 10 empresas más rentables del país, por encima de compañías como Pacific Rubiales, Cementos Argos, Exxon-Mobil, Jumbo y Telefónica.
Una esperanza
“Nos condenaron a la muerte. A diario hay bajas de lado y lado, es el pan de cada día. Ojalá haya algo que diga que esto acabará pronto”, confiesa el guerrillero.
Atrás quedaron los paisajes sin fin de los Llanos Orientales. También quedaron atrás las trochas que serpentean por el piedemonte de la Serranía de la Macarena, declarada en 1982 reserva de la biosfera por la Unesco y convertida por los avatares de la guerra en el centro de la confrontación que vive Colombia desde los años 60.
Con su color de plomo quedó atrás también el histórico Rio Guayabero, una de las muchas autopistas fluviales de la guerrilla, por cuyo lomo han navegado décadas de vida de las Farc.
Atrás quedó Mateo, condenado a ocultar su rostro, inexistente para el país, sin cédula ni familia, una víctima más de ésta atroz guerra, pero sobre todo, como muchos otros alzados en armas, el causante de que en Colombia sean los padres los que entierran a sus hijos y los abuelos los que sepultan a sus nietos.
Atrás también debe quedar la guerra. Es hora de entregar un nuevo país a aquellos rostros inocentes que sufren el conflicto pero no aparecen en televisión, tal vez porque las cosas buenas no venden noticias y las malas cosechan desesperanza. Tal vez porque es más fácil hablar de las balas que de la vida. Nunca encontraremos la paz si no hacemos esfuerzos por buscarla.
Nunca sabremos si aquel pequeño de siete años logró tripular esa ‘nave’ que descubrió en el camino. El ‘platillo volador’ le encomendó una nueva misión fuera de este mundo, que hace seis años le hizo emprender una de esas travesías con las que tanto soñaba. Esta vez fue un viaje sin retorno. Jesús David Murió cuando apenas nacía.
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*Nombre modificado
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