“Me escupían por amar lo que ellos odian”

Es el amor hacia un país, el arma más poderosa que cualquier hombre puede poseer en tiempo de guerra. Con el fusil al hombro y las piernas firmes, Enrique Murillo disparó su arma, casi por última vez.
Una fecha que aún lastima los recuerdos, sigue en la memoria de un hombre que, a cambio de nada, entregaba su vida por un ingrato pueblo. El primero de noviembre de 1998, Murillo, ejercía como tercero al mando de la estación de Mitú, Vaupés, y su comandante era el General Luis Mendieta.
Nadie esperaba un hecho tan atroz, pero pasó. Increíblemente, tres columnas móviles de las Farc -Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-, cada una con 200 hombres, más pipetas de gas, morteros y tacucos, acorralaron a los integrantes del comando de la Policía en Mitú.
Semanas antes de la toma, y secuestro, se escucharon advertencias sobre la posibilidad de que las Farc perpetraran un ataque. De inmediato, y sin titubear, solicitaron refuerzos. Nunca llegaron.
El día de la toma, en cuestión de minutos, los guerrilleros comenzaron la arremetida contra Mitú. El primer lugar invadido por las Farc fue el colegio de la zona, lugar que se prestó para la tortura y la muerte. Un lugar de enseñanza y sabiduría se transformó en un sitio de miedo y horror.
Un combate parecido al ocurrido en Camboya, por parte de Vietnam y China. Allí, China, envió 86.000 soldados para defender el territorio. Las fuerzas militares vietnamitas lograron resistir durante 27 días, pero al cabo de este tiempo se declararon vencidas, derrotadas… Al igual que los policías colombianos.
Toda esa barbarie impronunciable ocurrió entre el miedo de los combatientes, y el silencio de todo un país.
Luego de casi catorce horas, de afanosos y crueles combates, la guerrilla de las Farc, que triplicaba en hombres y armamento a los uniformados atrincherados en la estación, consiguió tomarse el lugar.
Los árboles, antes sinónimo de vida, fueron testigos mudos de los flagelos de esos cientos de combatientes que se encontraron de frente con la muerte. Un sol inclemente, hizo más compleja la situación, y los estruendosos estallidos de los cilindros bomba, terminaron por aturdir a esos policías que lucharon por no morir.
Armados, más que de balas, de valor, dispararon su armamento hasta quedarse casi sin una sola munición. Con la batalla por perder, Murillo y otros policías se atrincheraron cerca de la estación. En silencio se quedaron por dos horas, y cuando los guerrilleros estaban apunto de abandonar el lugar, una mujer asustada empezó a gritar que aún había policías, por miedo de encontrarse en medio de una balacera. Fue entonces cuando Enrique Murillo comenzaría a ver su armamento, y su vida, en cautiverio.
“Podía salir a matar cinco o seis de un rafagazo, con el poco armamento que quedaba, entre los tres mil guerrilleros, o conservar mi vida. Entonces, decidí doblegarme y supe que de ahí en adelante todo sería diferente” Así fue, Enrique Murillo encontró en la selva el peor de los infiernos.
Como una película de horror y guerra se vivió el momento, pero lastimosamente, ellos hacian parte de ella. Cuando Murillo esquivaba balas, intentó recordar alguna lección enseñada en la escuela General Santander, en su formación como oficial, pero en realidad nadie le había enseñado como detener un mortero o un cilindro bomba.
Las comidas en la selva eran variadas. Desde pirañas, hasta guacamayos, hacían parte del exquisito menú, que junto a una nutritiva dieta, intentaban saciar, así fuera mínimamente, el hambre de libertad de los uniformados.
El miedo se apoderaba lentamente de los colombianos, la inseguridad crecía y las muertes no cesaban. Fue en 2002 cuando un total de 2.638 guerrilleros desertaron según cifras del Programa de Atención Humanitaria al Desmovilizado, lo que parcialmente calmó la situación.
En la jungla, Murillo seguía vivo gracias al recuerdo de su esposa, y su hijo.
Pagaba a un guerrillero, con una caja de cigarrillos, para que le diera noticias acerca de sus familiares, cuando por castigo, le arrebataban su radio. En su momento, su hermana y su hijo hicieron llegar una voz de aliento, que en realidad vendría con una noticia que no esperaba. El guerrillero mencionó una extraña frase que había expresado su hijo: “Mi hermanita y yo estamos bien”. Murillo solo tenía un hijo.
Bernardo Forero Jiménez, Subteniente de la Policía Nacional, labora en el grupo de policías víctimas dentro del marco del conflicto armado. El subteniente Forero, afirmó que el proceso de acompañamiento para un ex-secuestrado debe ser riguroso y se basa en el Plan de Orientación de policías y familias, en el cual se busca generar un proceso de adaptación.
Luego de regresar de cautiverio, los policías que desean vincularse nuevamente a la institución, se dirigen a la Dirección General de Escuelas para un proceso de inducción de la doctrina institucional, posteriormente a un examen físico y psicológico que determina la capacidad motriz y anímica del uniformado.
Murillo terminaría en libertad, se enteró que su esposa había hecho otro hogar, tenía otra hija y se había llevado todo el dinero que la Policía Nacional le brindaba por ser esposa de un secuestrado. “Esta fue la noticia que más me impactó allá en la selva, no creer o mejor no aceptar el hecho de que ella me hubiese dejado solo”.
Para Enrique Murillo siempre fue un honor ser parte de esta institución. Los guerrilleros lo escupían por defender lo que ellos odiaban, y le gritaban una y otra vez que disfrutarían el momento en el que tuvieran la orden de asesinarlo.
Hoy, con el mismo amor por la Policia Nacional, Murillo está vivo. Está libre.
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