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En un bar

Es un hotel viejo, en la cúspide de una montaña tapizada por la nieve. Solo una carretera de acceso y un estacionamiento. Hasta el próximo verano podré salir de él, pero algo me hace sentir maldito, atrapado.

El primero en llegar me pide con señas que le lleve una cerveza. Saca una pluma y sobre unas hojas amarillentas, que quién sabe cuánto tiempo han estado guardadas en su portafolio, empieza a escribir. Su nombre, amigo, me pregunta. Le digo que Juan pero usted me puede decir John. Muy bien, Juan, no dejes que este vaso llegue a quedar vacío. Perfecto, señor, le respondo, mientras él sigue garabateando con su pluma. Su compañía no me disgusta.

No pasan quince minutos, y por la puerta del bar aparece otro tipo. Tiene los ojos más hundidos que he podido conocer. Su barba, si es que aquello es una barba, son una colección de poros negros y grises tan ásperos como la lija. Hey, hombre, estoy buscando a Benjamin Sachs, me dice. Le contesto la verdad, en todo el día no se ha aparecido ningún Sachs en el bar. Acabo de perder mi día, objeta, desprendiéndose de su bufanda y gorra de los New York Yankees. Le pregunto que si quiere tomar algo mientras espera a su amigo. Dame un Bourbon, doble, para el frío. Se lo sirvo, y de paso lleno la copa del otro caballero.

El silencio vuelve a reinar en mi taberna. El fanático del béisbol lee la prensa mientras se emborracha con su quinto trago, y el escritor está inmerso en su trabajo: apenas va por la mitad de su segunda cerveza. Todo está balanceado. Pero de repente, la puerta se vuelve a abrir con un estruendo. Por ella entra un hombre bastante flaco y alto, de dientes torcidos. Lleva de gancho a una pordiosera. Instantáneamente nota mi mirada de desagravio ocasionada por la presencia de su amiga, así que algo le murmura a la mujer, a quien le entrega un cartón de cigarrillos, como si quisiera sobornarla. Au revoir, le dice.

En qué le puedo ayudar, señor, le pregunto. En realidad en muy poco, che. Estoy buscando un cubo de azúcar que perdí hace poco en un restaurant. ¿Quiere que le sirva algo mientras lo encuentra?, le digo. Por supuesto, ¿pero tienes crédito?, pregunta él. Depende de su nombre, señor. Bueno, yo me llamo Oliveira. Al cabo de unos minutos de búsqueda encontré en la lista de crédito del bar a un tal Horacio Oliveira, podía pedir lo que quisiera. Qué toma, señor Oliveira. Cualquier vino, por el momento. ¿Puedo fumar?, pregunta. Claro, caballero, sólo no queme el tapete, le digo acercándole un cenicero. El equilibrio se ha roto, lo puedo notar.

Se hace tarde, lo bastante como para empezar a bostezar. Ninguno de los tres clientes me cruza una palabra, a no ser para pedir más alcohol. Quiero hablar con el escritor, pero me da miedo perturbar su trabajo. Ni hablar del beisbolista, está caído borracho entre sus brazos. Y el argentino, o uruguayo, parece que busca su cubo de azúcar desde hace una hora debajo de barra. Extraño pero no lo suficiente como para todo lo que había visto en ese pequeño bar, lugar en el que en promedio ocurre algo que te devana los sesos cada noche. Y esta hubiera sido la excepción, de no ser por el japonés.

Está sumamente asustado y es notablemente más pequeño que el resto del bar, como un pájaro. Si me iba si iba a pedir algo, lo haría en inglés. Whisky, please, dice. Le señalo un Johnny Walker cualquiera. That’s fine. Temo ponerle hielo, pero no dice nada cuando le acerco la cubeta. Parece haber tenido un accidente de tráfico o una riña, hay sangre en su camisa. A medida que baja el trago comprendo que fue un error completo dejarlo entrar.  Además, en su condición de asco propio y su olor a problemas puede cometer un crimen, y yo tengo muy poca práctica con la escopeta que dejó el dueño al otro lado de la barra.

Así que echo un vistazo por una de las poca ventanas del bar que no estaba cubierta por nieve, a ver si el japonés está acompañado. Me decepciono al ver que en vez de una pandilla, lo espera una mujer sentada en un carro deportivo de los cincuenta, toda una joya ella y la máquina. Resuelvo,  entonces, dejar al hombre en paz, pero él no hace lo mismo, porque al regresar de la ventana, lo veo agarrando del cuello de la camisa al escritor, y gritándole con su embriagada voz que lo llevara a África. Take me to Africa, need to hunt rhinos. Please, take me there, le dice entre lágrimas, al tiempo que el escritor se ríe.

Me dispongo a preguntar de qué carajos se trata todo aquello, pero otra risa, acompañada del estallido de una copa de Bourbon contra el suelo, interrumpe mis palabras y la búsqueda del cubo de azúcar del argentino, o uruguayo, o quién sabe de dónde viene ese loco. Es el beisbolista. Lanza carcajadas y le pega frenéticas palmadas a la mesa. Estás tan equivocado, me dice. Quedo petrificado. No tienes idea de quiénes son estos hombres. Haces un peligroso cóctel de letras, y esto te va envíar a la peor de todas las resacas.

Y empieza a tomar del trago de cada uno de mis clientes. Se enjuaga la boca, pasándoselo entre las muelas, y para luego escupirlo. La cerveza y dueño son los primeros. Tú, hombre, deja de escribir sobre toros, de lo que ya no tiene remedio.¡Vamos!, Jacky, hijo mío, le dice. Fue el turno de Oliveira: no son muchas palabras, a excepción de esto es problema del vino barato. Pero al japonés y su Johnny Walker, les corresponde un discurso más extraño. Tu trago y tú son igual de tristes, pero a la final son whisky. Acto seguido, todos se largaron.

Amanece, nadie más entra al bar. Hago como si no hubiera ocurrido nada, limpio la cristalería hasta que hace hora de cerrar. Pero no consigo evitar de pensar quiénes fueron esos tres sujetos. A menudo, algún cliente viene y me dice que lo visitan fantasmas, algo que no se me hacía familiar desde ese libro que leí en el colegio, sobre un hombre atormentado por su consciencia y el espíritu de un anciana. Sí definitivamente había sido visitado por fantasmas.

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