Arquitecta
La ciudad es un muy brusco coito. Violentos y poco lubricados espasmos marcan la entrada y salida de sus habitantes a las calles: todas viciadas por asfixiantes aires. Invivible es la descripción más adecuada para este lugar.
Tendría que erradicarla, borrarla de la memoria colectiva, y en su ausencia (el sosiego) construirla de nuevo. Todo, si tuviera la oportunidad. De serlo así, estaría en todo su derecho por haber nacido en ella.
De repente cayó en sus manos, como encomendado por un sabio ángel, la esperada ocasión. Ante sus ojos se posaban los más precisos planos del monstruo. Descripciones minuciosas de cada esquina, casa, barrio, de absolutamente todo. Hasta las personas, a quienes tampoco tenía piedad, porque con frío cálculo pensaba eliminar sin perdón ni gloria. Un destino más noble, así lo requería.
Pero antes de preocuparse por los suyos, sin meditarlo mucho despidió a los mayúsculos edificios, y notó cómo la pura luz del sol fluyó por los espantos que protegía el concreto y el metal. Tras las migas de una rosada goma, se diluyeron los testigos de una civilización enferma. Era, por lo visto, un final más humano que el asedio, o que la ira de un dios que convertía a sus fieles en pilas de sal.
De ahí que las eternas iglesias sucumbieron primero. En su ausencia espantando, como negras palomas, a los sacerdotes, imanes y pastores, y también los pecados que jamás se cometieron.
Luego fue turno para las casas donde habitan la justicia, el gobierno y el dinero. Cayeron frágiles, sólo bastó con tumbar los supuestos sobre los que habían sido fabricadas. Y el mismo camino compartieron las escuelas, y los hogares donde mora el conocimiento. Desaparecieron sin señas de destrucción, desnudando a sus transeúntes y habitantes.
Los libros, que una vez registraron la historia de la humanidad, partieron con el mismo protocolo de los burdeles y las casas de empeño.
Y las personas, asustadas, corrieron a lo que una vez fueron las calles, preguntando, incrédulas por lo que sus ojos veían, porque que a sus hogares y estructuras siguieron las cordilleras y los lagos y el cielo. Todo había sido mal hecho y debía perecer para ser corregido.
Entonces emergió el murmullo, la banal protesta. Y su reacción, la más adecuada, fue la destrucción de la palabra. Así jamás volvería a existir ruido fuera de su mente. Silenció primero el exasperante llanto de las desconcertadas criaturas, mientras sílabas y palabras de resignadas mujeres y hombres se desvanecieron en el espacio y sus frías constelaciones.
Ahora estaban todos desnudos. Aquello que aún existiera fuera de sus pieles no tenía nombre . No existía. Una involución: con la ciudad en el olvido, la ropa había dejado de existir, y el expuesto bello de los cuerpos apenas se erizaba con un viento misterioso. La atemorizada humanidad encontró consuelo en un abrazo sin motivo, devuelta a la posición fetal: gástrula-blástula-mórula. Esperaban lo peor.
De hecho, fue así porque su labor, que había sido tan inescrupulosa, ahora se entregaba a un encendido rencor. La superposición indiscriminada de carnes desnudas, le había recordado las miradas desagradables que atraía su culo y la estirada carne de sus muslos.¿Cuándo se había vuelto imposible usar una falda en esa ciudad que ya no existía, sin esperar soportar el aliento lascivo de un viejo arrugado en el transporte público?
Hasta luego, les dijo con asco. Ya no eran su problema, porque ahora contemplaba un mundo de mujeres, sin padres, ni hermanos, ni tíos, ni abuelos. Sin dudas, una triste y sabia decisión.
¿Dónde lo había aprendido? Ah… Sí… <<sería mucho mejor que el mundo estuviera gobernado por las mujeres que hay en él no se vería a las mujeres yendo a matarse unas a otras y armando carnicerías cuándo se ha visto a las mujeres rodando borrachas como ellos…>>
Pero aquello no duraría mucho. Comprendía que en esta empresa sólo ella tenía la potestad para disponer de la vida. Y su responsabilidad era no compartir ese derecho. Madre y destructora acabó, apática, con ancianas, niñas y señoras, para que en el profundo vacío, su mente no se viera distraída por nadie ni por nada.
En adelante todo estará bien, les dijo como compensación, al tiempo que volteaba el lápiz, poderosa herramienta adecuada con punta y borrador, para que del grafito saliera la ciudad que sus incontables trasnochos habían elaborado.
Nada, absolutamente nada. La afilada punta no trazaba líneas, ni ángulos. Su mano permanecía incólume segundos, minutos, horas, el tiempo suficiente para que la montura de sus gafas, vestigio de civilización, se deslizara por el puente de su nariz. Lo peros y las necesidades, las necesidades y las innovaciones, las innovaciones y los cimientos se repelían y chocaban en su mente impedida para dibujar. Hasta que lo encontró, era cierto. Sí así era mucho mejor.
Errado estaba quien confundió el vacío con la falta de bondad.
Buscó la matemática, las figuras que la componían en el papel. Allí estaban, en ese olvidado rincón: era ella borrándolo todo, los edificios, las iglesias, los bancos, los libros, el Aleph de Borges y palabras y el hombre y la mujer y la historia y a mí y a usted, y ahora a ella otra vez, poco a poco, desapareciendo, hasta que su cabeza, ladeada por la gravedad, golpeó la ventana del carro.
Y así el viciado olor de la invivible, y ahora indestructible, ciudad levantó a La Arquitecta de un increíble sueño, producto del tiempo desperdiciado en el mal tráfico.
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