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CARRERA SÉPTIMA: LAS VENAS ABIERTAS DE UNA DAMA DE CONCRETO

Por. Diana Carolina Martínez

Definitivamente ya no queda nada de esa majestuosa calle señorial y apacible, donde caballeros altivos vestidos con sombreros y gabanes que expedían elegancia a metros, se detenían hacer visita mientras el tranvía alzaba descaradamente la falda de bellas damas que paseaban con la esperanza de conocer al hombre que pidiera su mano y conformar una familia mínimo de 10.

Esa calle que antes de que llegaran los desgraciados años cincuenta, era el tramo más importante de la capital Colombiana, donde se cerraban los más importantes negocios o se construían los más eternos amores, ya no es la misma. Después del oscuro 9 de abril de 1948 cuando se alzó por los cielos un grito de dolor, se abrieron las venas de un país sediento de paz y se silencio la voz del liberal más importante de la historia tricolor. Después de ese 9 de abril, cuando Jorge Eliecer Gaitán fue asesinado en la Carrera Séptima con Jiménez, la historia de esta colonial y hermosa dama de concreto cambiaría para siempre.

Ella perdería su escultural figura delgada y angosta para ser remplazada por una ensanchada forma con la que se fue su encanto, su importancia y sus fieles pretendientes de periódico debajo del brazo y un bastón que los hacía suspenderse en un viaje de sur a norte. Fue conquistada o tal vez violentamente invadida por dos gigantes quienes desde su interminable altura y con su cabello que roza las estrellas peinado por un travieso viento, observan con prepotencia y autoridad lo que queda de ella. Los edificios de Avianca y Colpatria amos y señores de su suelo.

Mientras las gotas de agua caían sin reparo sobre mi cabello inundándolo de un sinnúmero de sentimientos, veía a la gente presa de su afán y con un terrible miedo a ser igualmente inundados, corriendo, chocándose unos con otros sin tener tiempo de disculparse. Llegue sin darme cuenta al regazo de esta anciana que permite ver en cada cuadra más de 474 años de historia.

¿Y cómo no hacerlo?, si ha sido, es y será la sacerdotisa que guarda bajo secreto de confesión hasta los más terribles pecados de esta ciudad. Ella es el lugar donde se liberan las más bajas pasiones, se crean los más hermosos versos, se vive la más cruda realidad y se grita lo que normalmente se calla.

Decidí comenzar mi recorrido en la séptima con 19, donde los indígenas disfrazados de comerciantes, debajo de jeans y camisas que parecieran profanar sus raíces, reclaman este, su territorio, el antiguo camino de la sal, el cual fue enterrado vivo bajo miles de toneladas de olvido, desprecio y cemento.

Y es que las venas siguen abiertas, como está escrito en una de las trescientas y pico de materas que se encuentran a lo largo de la carrera séptima, llenas de tierra, plantas y mil preocupaciones de quien pasa por ahí. En cada una de ellas hay mensajes de liberación sin una pisca de censura, elaborados por el artista callejero Toxicómano, que se atreve a poner a los ojos de todos lo que todos ponen en los ojos de nadie. Cortas pero sustanciosas son las frases que se apoderan de quien las lee, “favor mear fuera de este tiesto”, “la bicicleta es el futuro”, “vive feliz” y “pensar diferente no es delito” son algunas de las consignas encargadas de sacar del escondite de la amargura una sonrisa sincera y dispuesta a ser libre sin que le cobren impuestos.

Pero no todo es felicidad, no ha terminado de saborear su sonrisa cuando irónicamente, como todo en este país, en frente del majestuoso edificio de Avianca, una empresa que le promete volar hasta sus sueños desde la altura, se encuentra una mujer sin brazos ni piernas esperando ser rescatada algún día por uno de esas aves de acero y poder tocar el cielo con los labios, respirar algo más que pobreza.

La iglesia de San francisco se mantiene firme a pesar de los años, ella sabe que no puede dejar sus fieles creyentes a la deriva de los pecados que pasan a diario por su puerta tentando con cara de buenos pero el alma negra a caer en las mieles del placer, por eso en su puerta coloca con intención más de dos vendedores de lotería no para dejar la fe a la suerte, sino para tener ingresos para su negocio y para que después de comprar un boleto la culpa los haga entrar a pedir perdón a Dios.

Entre la venta de minutos, música del ayer, reformas tributarias y sueños desechos en mil pedazos, se encuentra erguido y orgulloso, el Banco de la Republica, ese ladrón de cuello blanco que ve pasar sin remordimiento alguno a todos a quien promete una olla de oro y tan solo les da una de bronce y repleta de deudas. Bien lo dice un graffiti puesto en frente de sus ojos, “mis ahorros son su botín”.

Más adelante, sentado en una esquina, está un payaso gringo, lleno de pintura, con su rostro blanco, su bajo perfil, pero su gran truco escondido debajo de la manga. Un payaso que a pesar de los insultos y ruegos por salir de este país con el rabo entre las piernas, sigue haciendo su show a la perfección y logra mantenerse a punta de hamburguesas y coca-cola. Él es tal vez el más capitalista de los de la cuadra, el más importante de los vecinos.
Cuando cree que ya no queda nada mas por ver, aparecen niños hambrientos de atención con más de 3 metros de alto en cada lado de la calle, unidos por cables, donde sus secretos se transforman en luz y donde su cuerpo está decorado con los rostros del olvido. Rostros de aquellos héroes del día a día como Oscar Salas o Nicolás Neira que dieron su vida por la revolución estudiantil.

Una revolución que se apodera de cada centímetro y cada respiro de la séptima, una revolución que no da cabida al mañana sino que al contrario ruega el ahora. Palabras grabadas en los muros como, “el pueblo manda”, “no a la ley treinta” y “libres o muertos” son las voces nunca silenciadas y eternamente vivas de quienes se atreven a pensar en un cambio para este país que tanto los necesita y que llora a mares la muerte de sus hijos.

No son más de 2 o 3 los caballeros de sombrero y gabán que se ven pasar por ahí, con sus ojos sumergidos en el recuerdo y la esperanza de algún día volver a ver el joven rostro de su inseparable dama. Ahora solo se ven caminar con rapidez cuerpos que al parecer son halados por la cuerda del trabajo y las preocupaciones, que los arrastra a la muerte en vida, cuerpos donde se ve reflejada desde la más visible e implacable miseria hasta la más descarada y prepotente riqueza.

Cuando me vi envuelta en un desencantador atardecer, ya había finalizado mi viaje, me encontraba en la Séptima con once. Había llegado a los pies de mi más grande heroína, La Plaza de Bolívar, ese lugar donde el espíritu de quien la siente vuela en compañía de cientos de palomas por un cielo azul lleno de glorias pasadas y glorias soñadas.
Allí terminaba la Carrera Séptima, el lugar donde se elabora con un pincel y con el más mínimo detalle la realidad de este país, donde se mezclan las manos abiertas esperando sentir una moneda rozando su piel y las billeteras rebosantes de alegrías fabricadas en multinacionales. Pero no lo hacen como agua y aceite sino más bien como la verdad y la mentira se mezclan en este país, a la perfección.

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