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Caperucita violada

Mariana deja su clase de educación física y corre hacia Sol María Mira, su amiga, la psicóloga del colegio, ubicado en el sur de Bogotá. La niña exhibe una sonrisa de leche, con vacíos que pronto serán llenados por dientes permanentes.

–¿Viste que no te fallé? –le dice Sol a Mariana, que la había ido a buscar durante el recreo para recordarle la cita.

La niña responde otra vez con un desdentado gesto de alegría. En seguida, le cuenta a la psicóloga cómo ha estado su día: la mayor novedad es que se cayó y se raspó un poco el codo y la rodilla, pero no es grave.

Van al consultorio. Mariana no parece reparar en mi presencia hasta cuando la psicóloga le pregunta si le incomoda que yo esté durante la sesión. La niña me mira como haciendo una evaluación y niega con la cabeza. Creo que solo me admitió para complacer a su amiga. No es fácil generar empatía con los niños.

En palabras de Sol, empatía “es la cualidad de estar en los zapatos del otro, de conectar con ese ser humano”. De ella depende el éxito de cualquier psicólogo a la hora de ganar la confianza de sus pacientes, sin importar la edad que tengan. Una persona solo le cuenta su vida a otra si se siente importante y es escuchada.

Sol siempre tuvo esa cercanía con los niños. Incluso, antes de tener sus propios hijos, pensó en la posibilidad de adoptar. De ahí nació su vocación por el trabajo con ellos.

Estudió Psicología en la Universidad de Antioquia, en la que se graduó en 1990. Es especialista en Derecho de Familia de la Universidad Libre. Hace 14 años hizo la maestría en Psicología Clínica de la Santo Tomás y, desde entonces, trabaja con menores.

La terapia: fábulas de terror
El consultorio es un cubículo de páneles corrientes, como los de cualquier oficina, en un salón grande con cuatro más del mismo estilo. Da la impresión de que a duras penas caben el escritorio y tres sillas (la de la psicóloga y dos al otro lado de la mesa).

Para esta sesión, Sol preparó un test de apercepción temática (TAT). Se trata de una serie de dibujos a blanco y negro de animales que personifican escenas cotidianas. La mayoría incluye personajes infantiles.

–Vamos a jugar a contar historias. A ti te gusta contar historias, ¿verdad?
–Mmmm… Sí.
–Vas a contarme una con lo primero que se te venga a la cabeza cuando veas cada una de las láminas. Tienes que decirme qué pasaba antes, qué está pasando ahora y qué va a pasar después, ¿bueno?

En la primera lámina, una mamá spaniel le da nalgadas a su cachorro. Entonces, Mariana cuenta que cuando estaba en Bienestar Familiar “era muy pataletosa, pero ahora me voy a comportar”. Más tarde, Sol explica que eso muestra que la niña no era sumisa ante el maltrato; por el contrario, es consciente de lo bueno y lo malo.

Segunda imagen: dos monos toman el té, mientras un tercero le dice algo al cuarto, que es más pequeño. La interpretación de Mariana es que los primeros están gritando, por lo que el otro le pide al niño que vaya a dormir. Al parecer, dice Sol, “en el antiguo entorno de la niña había alguien que la cuidaba y la protegía, y ella quería mucho a ese alguien”.

Y así es como van pasando diferentes escenas con animales personificados. En cada uno de los relatos, Mariana se abstiene de contar algunas cosas, de repente olvida nombres y detalles, o arguye que no se sabe más historias y que ya las ha contado todas.

Sol explicará después que se trata de mecanismos de defensa comunes en la niña: un signo de alarma que indica sufrimiento. Son formas de afrontar la realidad, de modo que no afecte la imagen que una persona tiene de sí misma. Todos las usamos sin darnos cuenta. Su existencia es un principio del psicoanálisis.

En media hora de sesión, hubo un relato en el que la represión fue mucho más evidente que en los demás. La imagen era de tres pollitos sentados a la mesa. En el fondo está la silueta de la gallina.

“Ella no es buena, es mala. Pero bueno, yo la disculpo. Pero es mala. Ella me pegaba”, cuenta Mariana, refiriéndose a su mamá biológica con nombre propio. Luego agrega que la encerraban en una camioneta… No dice más. Hay un quiebre en su voz.

Sol cuenta que la Policía rescató del encierro a la niña y su hermano menor. Una pareja de funcionarios de la rama judicial tuvo contacto con el caso y decidió adoptarlos. La nueva madre fue quien pidió la intervención de la psicóloga para que la asesorara y detectara si la niña había sido violada por alguien de su familia biológica.

No son casos que una orientadora escolar vea a diario. Pero suceden. Por eso es importante para ella tener su propio mecanismo de defensa. Para eso el terapeuta debe ser, además, paciente de otro psicoanalista. Con los años, Sol ha descubierto que, en su caso, lo mejor es olvidar. Ella solo busca en las historias clínicas antes de las citas.

La de Mariana, hasta ahora, no permite deducir que haya sido accedida sexualmente, aunque sí hay signos de alarma. No solo la represión, también una excesiva inclinación por juegos de connotación sexual. Sin embargo, la niña no parece presentar miedo ni aislamiento social.
¿Y qué pasa si, finalmente, Sol detecta que sí hubo abuso?

“Debe poner la denuncia”, afirma, sin rodeos, la directora de la Especialización en Psicología Jurídica de la Universidad Católica, Nancy Vargas, en representación del Colegio Colombiano de Psicólogos.

Declaración: la cámara de los secretos
Luego se debe hacer un peritaje. La función de la psicología forense es confirmar si un testimonio es veraz o no. “Cuando hablo de veracidad, no estoy hablando de si el niño miente o no”, explica Nancy. Una persona puede tener falsos recuerdos y estos son fáciles de implantar en la memoria de un niño.

Nancy lleva casi 40 años dedicada a la psicología jurídica en diferentes campos. Su pregrado es de la Universidad Católica. Es especialista en Criminalística y en Psicología Educativa. Y en 2003 obtuvo la maestría en Desarrollo Educativo y Social con un trabajo sobre delincuencia en menores.

“Uno está viendo tristezas todo el día”, señala Nancy. La responsabilidad es muy grande, pues un mal dictamen puede enviar a la cárcel a un inocente o dejar libre a un pedófilo. La ética debe ser de hierro, pues muchas veces el peritaje es solicitado por la defensa y hay que ser claro en que, si el resultado no le favorece, no se puede alterar.

Como no está permitido que los niños declaren en juicio, solo pueden ser entrevistados una vez –excepcionalmente, dos–. Así se deben obtener todos los datos posibles del caso y, a la vez, cuidar la integridad psicológica de las víctimas.

No hay un método unificado para las entrevistas. Esto depende en gran medida de las afinidades teóricas del forense. Según Nancy, “lo aconsejable es que haya una validación del instrumento para Colombia”, es decir, una certificación de que una prueba diseñada en el extranjero es aplicable a la población colombiana, a pesar de las diferencias socioculturales.

Algunas entrevistas arrojan estadísticas, como las pruebas psicotécnicas que se hacen para selección de personal en las empresas. Otras, son listados de características comunes en estos casos, que se convierten en criterios de credibilidad que evalúa el psicólogo. “Empiezo a dudar cuando el niño repite dos o tres veces el mismo relato y no quita ni aumenta nada, ni le pone emocionalidad a la situación”, dice Nancy.

Todo se realiza en una cámara de Gesell, como los interrogatorios de las películas. Tras el falso espejo están las autoridades interesadas. La diferencia en estos casos es que no son cuartos blancos, fríos y con una lámpara que cae del techo, sino salas de juegos donde todo está al alcance de los niños.

Hay también protocolos básicos. Por ejemplo, la primera pregunta siempre es: ¿tú sabes por qué estás aquí? De ahí en adelante, cada psicólogo es prácticamente libre para usar la técnica que prefiera. Lo importante es que los resultados se puedan confirmar con las demás pruebas del proceso judicial.

“Lo primero que hay que hacer es sacar al niño del contexto de la declaración y jugar. Así, por medio de la fantasía de los cuentos infantiles, el niño expresa lo sucedido”, afirma la psicóloga Alba Luz Cifuentes, que también ha trabajado con casos parecidos.

Por ejemplo, la casita de Fisher Price se convierte en una proyección que los niños hacen de ellos mismos; permite evaluar su autoestima según cómo la construyen e interactúan con ella. Otra posibilidad son los muñecos de trapo, a los que tratan de la misma forma como suelen ser tratados por los adultos.

En los casos de abuso sexual se lee Caperucita Roja: la versión de los hermanos Grimm del lobo que quiere aprovecharse de la niña. La idea fue planteada por Bruno Bettelheim, un destacado psicoanalista austriaco, en su libro Psicoanálisis de los cuentos de hadas (1975). Allí le dedica todo un capítulo a las diversas versiones de este clásico infantil.

Moralejas y emociones
Una niña le dijo una vez a Alba Luz que el lobo había llegado porque la mamá se había ido a trabajar e insistía en el tamaño de las uñas del animal. La investigación comprobó que la niña vivía en un inquilinato y que, cuando su madre salía, un vecino abusaba de ella, usando una uña particularmente larga.

No fue el caso más asqueroso que encontró Alba Luz en sus tiempos como forense, hacia el año 2000. Pero todavía lo recuerda mucho porque fue el primero con el que pudo llorar –no delante de la niña, claro–. Antes de eso, su mecanismo de defensa era actuar como una mujer muy ruda, a la que no le afectaban esas cosas.

No expresar sus emociones la había llevado a sufrir muchos problemas de salud: había convertido el dolor emocional en malestar físico. Con apenas 20 años, era mucho más vulnerable. Y a las prácticas en una URI de Ibagué, había que sumarles la presión natural de estar a punto de obtener el título profesional.

Empezó a ir a terapia. Después de una larga reflexión, concluyó que el campo forense no era para ella. Luego de irse a la psicología del consumidor, que considera el otro extremo por el tipo de emociones que se manejan, encontró el equilibrio en la investigación y la docencia. Hoy está satisfecha dictando clases en la Universidad Sergio Arboleda.

Es el equilibrio porque aprovecha sus habilidades para la empatía, pero no tiene que sufrir las tristezas ajenas ni las presiones de un juicio. Su proyecto de vida es hoy muy distinto al de hace 15 años, pero aprecia mucho lo que aprendió en la psicología jurídica. Es una evolución natural.

Sol también tuvo la suya. Cuando la intención de adoptar se transformó en la vocación para trabajar con niños que la impulsa todos los días, el tiempo y la formación le enseñaron, además, a controlar sus emociones para que estas no afectaran a sus pacientes, pero tampoco su vida personal.

“Obvio que es doloroso encontrarse casos como el de Mariana, uno no es una persona indolente. Lo que pasa es que uno tiene que aprender a manejarlo”, dice Sol. Esto le permite a ella, como terapeuta, mantener separada su vida personal y familiar de lo que sucede en el consultorio.

Pero también es muy importante para Mariana, como paciente. Las terapeutas no están para enfatizar el sufrimiento de las víctimas, sino todo lo contrario. “Hay que rescatar sus capacidades y los recursos que ella misma tiene, como persona, para superar lo que pasó y salir adelante”, dice Sol. El término técnico para eso es resiliencia.

Gracias a ella, Mariana perdona a sus padres biológicos, mientras construye una nueva vida con su familia adoptiva. El sufrimiento queda en el pasado. Las psicólogas, como Sol, son las hadas madrinas de carne y hueso que ayudan a escribir el final feliz, con Caperucita libre y el lobo pagando por sus acciones.

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