EL ANIMAL POLÍTICO

Minutos previos al discurso, sonreía con satisfacción. No podía creer que tan malévola idea por fin había germinado. Fue hace cinco años, con la campaña de desprestigio, que inició lo que hoy culminaría como el proyecto de su vida.
Nunca consistió en algo sencillo, porque lo que deseaba, y eso lo entendió siempre, era que cada ciudadano le vendiera su alma. O mejor, que cada ciudadano no tuviera otra alternativa que hacerlo.
Por supuesto, tenía una notable ventaja. Hacía más de una década, el valor de la vida se fue a pique para nunca levantarse. Un riñón podía pagar una casa. La utopía, entonces, estaba construida, y al octavo día, el hombre estupefacto observó su monstruosa creación. Aborto, niño, adulto o anciano, podías ser millonario o un miserable. Era tu decisión: los negocios abrían la única puerta hacia la felicidad. Y él, que ahora se dirigía al púlpito, maduró, nutriéndose de esa poderosa mentalidad.
Claro que hubo quienes le hicieron frente y hoy, en el preludio a su victoriosa ceremonia, los recordaba con el cariñoso desprecio que le producían. Todos insignificantes, ruidosas bestias: algunos hasta lo tildaron de tirano, intransigente y megalómano. Fue esa la breve época en que su cara amanecía en los periódicos sujeta al escándalo. Pero nunca les prestó atención, aquello sólo significaba su inminente progreso. Así lo habría considerado el mismísimo Alejandro.
Las aguas mansas, a las que debía temer eran otras. Sus cercanos o pares, que estarían dispuestos a apuñalarlo en las puertas del Senado. O, si es el caso, envenenarlo en sus sueños, vaciando un extraño líquido en su oído, porque la ambición es más poderosa que toda amistad. Pero, ¿Qué hace un hombre sin alma, todo un animal político?, se rodea con más de los de su especie. Les hace sentir, en carne propia, que también los puede traicionar de la peor manera. Y el temor fue bien impartido, porque cualquier insurrección o injuria resultaba descabellada.
Pero ahora, enfrente de él estaba el discurso que su exquisita y esquiva asistente había preparado.
Lo cierto, es que soñaba con tirársela en el diván de su oficina, bajo la mirada de un increpante crucifijo. Ojala, quiera Dios, escuchando a Tom Jones. Era su fantasía. Pero, al tiempo que situaba sus ojos en los renglones, y la multitud terminaba de ovacionar su presencia, recordó que apenas, en un formal abrazo, había sentido aquellos ajenos senos de la poco ingenua mujer, que ni todo el poder que había acumulado le permitía desvestir.
«Ciudadanos», -leyó en voz alta. Los asistentes aplaudieron-. «2022 es …» hizo una enfática pausa, y pronunció: el año en que hemos derrotado la corrupción. Aprovechó la solemnidad del momento y recordó, en fracciones de segundo, las imposibles tetas. Pero sabía que aunque no pudiera tocarlas, si podía hacer su voluntad con un nación entera. Otra sonrisa de satisfacción le brotó.
¿Cuántas conciencias tuvo que comprar? ¿Cuántas putas y maricas tuvo que pagar para seducir a jueces y secretarios? ¿A cuántos hijos drogadictos y criminales tuvo que hacer públicos? ¿Cuántos secretos e inmundicias había desenterrado o inventado durante cinco años? Ninguno de esos números aparecían en las palabras que pronunciaba, porque un buen analgésico, como el que estaba administrando a sus creyentes, sólo podía remitirse a la patria y a la bendición del creador.
Sí, alguna vez fue un médico brujo, encantando serpientes, burlando su desdeñable pasado. Pero, ahora, con cada palabra, se convertía un prototipo de Dios, porque el último enemigo, más allá de la prensa y de sus amigos, era la confianza de sus queridos ciudadanos. Y así, orgulloso, los observó desde el Parnaso: madres, jóvenes y viejos esperanzados en sus palabras. Recordó cómo diez años atrás ellos mismos sucumbieron ante otra malévola idea, y permitieron que su salud y su mente estuviera a merced de quienes producían dinero.
Hoy, los ciudadanos, estúpidos y enfermos, estaban sedientos de igualdad, y como los que una vez los habían juzgado resultaron igual de pecadores, la única opción fue el mismo y anterior método. Las palabras de su redentor abrieron los mares de leyes y códigos, y de ellos emergió una nueva casta de acusadores y fiscales que sólo le debían su fe al mejor postor. El último reducto de los ciudadanos, su justicia, se convertía en una licitación. ¡Bravo!
Habrá de recordarse aquel discurso como un hecho histórico, tanto por su sentido apocalíptico como por la enorme mayoría que lo aplaudió. Pero él, además de ver su nefasto sueño cumplirse, recordará que en ese momento, cuando fue a buscar con la mirada a su familia, encontró también, a unas cuantas sillas a la distancia, a su asistente. Ella, orgullosa, le devolvió su atención con el gesto más minúsculo y lascivo que se pueda imaginar.
Sólo el incólume crucifijo será testigo de los frutos de la perseverancia.
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