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CUANDO ROBIN HOOD SACUDÍA A BOGOTÁ

En la torre del reloj, aquel que cuelga de la Fiduciaria Corficolombiana, Carlos García, de tez oscura y ajada, tenía entonces 37 años, cuando del cielo caían cristales de vidrios sobre una sociedad asediada por el narcotráfico. Las ambulancias no paraban de gimotear, y las bombas despertaban hasta el hombre de la calle que deliraba entre las drogas, esas que quizá adoraba Pablo Escobar.

Sentado en un banco y detrás de un añejado mueble de madera curtida, Carlos arreglaba los zapatos de tan elegantes capitalinos que vestían para ir al centro como si fuesen para un coctel. “Mi problema es que la gente ya no viste elegante como hace 20 años, cuando desde el más pobre se ponía la mejor pinta y calzado para ir al centro. Ahora ya no es así”, dice con desencanto aquel hombre con protuberantes gafas, mientras untaba el insípido pegante sobre la suela de una bota.

Pablo Escobar, la representación de aquel Robín Hood de Inglaterra, ya abastecía a Colombia con sus atentados, y el centro internacional no fue su excepción, pues el 17 de febrero de 1993, los altos ejecutivos y la clase alta del hotel Tequendama corrían desesperados una vez más por el estruendoso terrorismo que originaba Escobar. Dos carros bomba habían explotado en la prestigiosa zona.

Cuando el día aún era prematuro, Luis Acosta alias “Ñangas” conducía el asesino del momento, un Chevrolet Trooper, el cual reflejaba la sangre de sus víctimas en el color borgoña de su cobertura, y así fue, Luis abandonó el auto, y este dinamitó en medio de los representativos edificios como el Tequendama, el teatro la Olimpia, la torre de Colpatria y el ahora moderno edificio de Telecom. Dos muertos y 40 heridosdejo el lúgubre atentado.

“Recuerdo que los vidrios caían sobre las señoras que estaban aquí en mi negocio, y la gente caminaba herida y ensangrentada. Ese día sí tuve mucho miedo”, recuerda García, quien lleva casi 30 años de zapatero en lo que rodea la calle 26. Y siempre así con su trasto lleno de bártulos y cubierto de cartones que sostienen varias ediciones de la revista Semana, este hombre afirma que él ya muere hay.

La mañana ya estaba aturdida, pues diez minutos antes, una explosión ya había impactado al país. “Ñangas” había estacionado otro homicida, un Renault blanco listo para explotar en la calle 16 con carrera 13. Éste ya había dejado dos muertos y 60 heridos.

Estos eran hechos que mostraban con facilidad, que aquel Robín Hood que adoraba cierta población de la montaña, nunca descansaba, pues dos semanas atrás, ya había alimentado de dinamita a otro asesino con ruedas, un Renault 12, color verde oscuro, tono que casualmente representa el comienzo de la muerte. Y así fue, esta vez 22 muertos, entre ellos, tres niños y un centenar de heridos.

La zona central de Bogotá no paraba de estremecer al mundo, y la 26 no dejaba de ser una alerta para nuestros sheriffs, pues estos, como la autoridad máxima de seguridad y orden público, ordenaban a Carlos para que este vigilara constantemente cada movimiento de la zona, mientras laboraba.

Entre tanto, el presidente Cesar Gaviria, un Juan l de Inglaterra, carecía de aptitudes para gobernar y defender una nación, Escobar, el Robín Hood criollo, jugaba con carritos y bombas al policía y al ladrón, solo que este último era mucho más sanguinario, pues no solo ayudaba a los pobres, sino que también los asesinaba.

Y así, alrededor de la torre del reloj, Robín Hood mataba a los que ayudaba, y los sheriffs, como villanos de Pablo, no asimilaban lo que pasaba en medio del fuego y las cenizas que quedaban en la 26. Y obvio, Gaviria “el espada suave” ya veía venir un país de atentados, bombas, secuestros y narcotráfico, que hacían cada vez más decadente al estado colombiano.

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