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A propósito de la educación y la cultura colombiana

Por Francisco Florez


La visión más generalizada que hoy existe sobre la cultura colombiana se enfoca en definirla como el conjunto de las más recientes tradiciones folclóricas expresadas en la gastronomía regional, las danzas afrodescendientes e indígenas y los géneros musicales populares con los que millones de colombianos disfrutan las tardes y noches de los viernes. Con la excepción de algunos artistas privilegiados, este enfoque suele dar menor importancia a las manifestaciones culturales que no hacen parte del folclor popular: la literatura, las artes plásticas y la arquitectura suelen ocupar un espacio de segundo o tercer orden cuando en Colombia se piensa en la “cultura nacional”. Es decir, la “alta cultura” – por utilizar el término que Vargas Llosa utilizó en su “Civilización del espectáculo”- ha quedado de sobra representada por García Márquez en lo literario, por Fernando Botero en lo plástico y por Rogelio Salmona en lo arquitectónico. Para todas las demás manifestaciones de la cultura nacional están los cantantes de moda (Carlos Vives, Shakira, etc.) algunos platos típicos como la bandeja paisa, la changua o la mazamorra chiquita y por supuesto prendas como el sombrero “volteao” y uno que otro futbolista.

La visión anterior sobre la cultura colombiana no solo goza de una gran aceptación en general sino que ha sido la visión oficial que todos los gobiernos han tenido desde que se creó el Ministerio de Cultura en 1997. A partir de la creación de dicha cartera (quizás desde antes) el imaginario cultural del Estado acerca de la cultura nacional responde a la necesidad de captar en una bonita postal turística la fotografía en que Ana Marta de Pizarro abrace al “Pibe” Valderrama mientras disfrutan de un sancocho amenizado por algún conjunto de vallenateros famosos. Buena parte de la sociedad colombiana y sus gobiernos desde hace décadas, conciben la cultura colombiana desde una perspectiva esencialmente recreativa, pintoresca, exclusivamente vinculada a las actividades ociosas que tengan que ver con el folclor regional.

Es cierto que la caricatura anterior hace parte de la cultura colombiana y no es censurable que así sea. Lo grave es que la sociedad y su gobierno reduzcan la cultura colombiana solo a eso. Claro que el folclor hace parte de la cultura, pero la cultura no se reduce al folclor, y eso es justamente lo que han venido haciendo los gobiernos de Colombia en forma sistemática durante las últimas décadas con el beneplácito del “mundo de la cultura”.
Es urgente superar un concepto tan pobre sobre la cultura. La visión cultural en Colombia debe trascender del mundo de las artesanías y la gastronomía al espacio de la literatura, la historia y las bellas artes. Ello no implica despreciar nuestro lindo folclor, pero si trascenderlo, verlo como parte del todo cultural y no como el todo.

El diccionario define la cultura como el “Conjunto de modos de vida y costumbres, conocimientos y grado de desarrollo artístico, científico, industrial, en una época, grupo social” en otra acepción la define como sigue: “Conjunto de las manifestaciones en que se expresa la vida tradicional de un pueblo.” Una definición quizás más antropológica podría ser así: “Conjunto de tradiciones puestas en práctica por una determinada comunidad”. Con una leve excepción en la primera definición, ninguna de las anteriores supone una jerarquización valorativa entre el conjunto de dichas tradiciones o costumbres. Hasta acá, vale tanto el ruido de unos tambores como el sonido de una sinfonía y tienen valor equivalente una escultura renacentista con un tótem del paleolítico.

Con el triunfo del relativismo en las humanidades, en el occidente actual se evita jerarquizar valores y en cambio se procura tener para la cultura una definición lo más amplia y relativa posible. Ello explica que en Colombia tengamos la visión tan limitada sobre cultura que traté de caricaturizar antes. Si cualquier práctica constituye cultura, cualquier cosa –por vulgar o pequeña que sea- será susceptible de estar incluida dentro de nuestro abanico cultural. Con los raceros actuales, todo puede presentarse – y en efecto todo se presenta- como manifestación cultural. Prueba de ello es el festival iberoamericano de teatro, las telenovelas, las separatas culturales de los periódicos o hasta los versos que Julio Sánchez declama en su emisora de radio. Desde las obras teatrales con las que Fanny Mikey reemplazó las procesiones de la Semana Mayor hasta los bailes con que unos portorriqueños reemplazaron a Lucho Bermúdez, las manifestaciones culturales que se promocionan en Colombia tienen tres comunes denominadores: son mediocres, banales y vulgares. No es que la cultura no tengo su faceta mediocre, banal y vulgar, pero las artes dignas de promocionar no deberían tenerla.

¿Quién soy yo para juzgar que esas telenovelas u obras teatrales merezcan tan duros calificativos? Con una visión relativista, nadie. Desde una perspectiva absoluta, alguien que acude a un decálogo ético y estético preestablecido (en mi caso particular, el occidental cristiano) y lo aplica para establecer el grado de altura ético y estético de cualquier tradición cultural. Siempre me han conmovido los valores éticos que de acuerdo a William Faulckner deberían inspirar la acción literaria (y para este caso, la acción cultural en general): amor, honor, piedad, compasión y sacrificio. Las “virtudes y verdades eternas del corazón – dice el nobel sureño- sin las cuales toda historia es efímera y será condenada”[1] Creo que en el mismo sentido, T.S Eliot ofreció al mundo la mejor definición de cultura: “Culture may even be described simply as that which makes life worth living” o “cultura puede describirse como aquello que hace que valga la pena el paso por la vida”


[1] Ver el discurso que W. Faulckner pronunció cuando ganó el premio nobel de literatura.