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Por: Alejandro Cardozo Uzcátegui. Docente de la Escuela de Política y Relaciones Internacionales de la Universidad Sergio Arboleda.
De las utopías del Nuevo Mundo, definitivamente “la Gran Colombia” es una de ellas. Es oportuno recapitular con la idea de que el Nuevo Mundo trajo consigo a la literatura universal los grandes libros –que después serán los clásicos– sobre la utopía. El relato del Nuevo Mundo dio la pauta de los utopistas europeos en su producción filosófica y política: Swift, Defoe, Bacon, Balzac, Montaigne, Campanela o Moro, quienes en sus respectivas obras anexarán siempre un argumento vinculante con el Mundus Novus por ser el territorio para reinventar al Viejo Mundo sin sus errores ni sus culpas.
No obstante, tal vez por tardía, o porque los intereses políticos y humanistas derivaban hacia otros derroteros, la soberbia nación que se fundaba en el Congreso de Cúcuta en la primavera de 1821 no forma –todavía– parte del catálogo de las utopías del Nuevo Mundo, cuando para muchos colombianos, venezolanos y ecuatorianos seguramente significa eso: un no-lugar grandioso en lo geopolítico y humano, que no se alcanzó por la estrechez de las circunstancias en la mala hora del proyecto de Simón Bolívar.
Acaso podríamos definirla así una “utopía geopolítica” que celebra desde la primavera cucuteña de este año un bicentenario complicado: Venezuela igual de mezquina que cuando en el Congreso de Valencia votaron por desmembrar el proyecto grancolombiano decidida a ir contra los intereses geopolíticos; y una elite bogotana con mucha ojeriza hacia la casta militar secesionista de Venezuela, con lo cual razonó que era mejor separarse de los impredecibles caudillos de la extinta capitanía general .
Esta utopía geopolítica de 1821 tenía, por su puesto, un texto fundacional: el 30 de agosto de 1821 fue proclamada la Constitución de Cúcuta donde se promulgaba la liberación progresiva de la esclavitud, la plena libertad de expresión, las noveles reformas de contrato para la libertad social, económica y política de los tres territorios: Cundinamarca, Venezuela y Quito. Se daba por terminada la Inquisición. Esta utopía geopolítica, el Gobierno de Colombia, se declaró en aquel momento popular y representativo.
El congreso cucuteño grancolombiano sesionó de mayo hasta octubre de 1821, su arquitectura legislativa estuvo vigente hasta 1830, año fatal para el proyecto pues ambas elites, en Valencia de Venezuela como en Bogotá, no quisieron comprender el contexto geopolítico de las Américas, ni medió por sus cabezas un sentido de largo plazo –el sino del subdesarrollo latinoamericano– para postergar sus apetencias inmediatas y sus pobres circunstancias de poder.
Esta deriva histórica ha marcado las relaciones entre ambos países como si de dos hermanos salidos de un relato bíblico se tratase: se odian y se aman, y como si fuera Dios quien los obligara a no traicionarse, han tenido una relación de interdependencia ineludible. Sabemos que países con fronteras tan amplias traman relaciones de esa naturaleza, pero entre Colombia y Venezuela prima el sentimiento freudiano del parricidio: ambos mataron al padre (Bolívar fue técnicamente expulsado de ambos lugares); pero al mismo tiempo no niegan esa paternidad y, sin lugar a dudas, los dos países son producto de la misma corriente filosófica, política y espiritual –¿la madre?–, la Ilustración.
Pero ya lejos de toda disquisición de filosofía política o filosofía de la historia, aterricemos en lo profano: la llamada Gran Colombia nace durante estos días hace 200 años, y sucumbe casi una década después entre Valencia y Bogotá; ese hecho marcará el ritmo de las relaciones más complejas de cada una, porque como dijo en su libro una experimentada diplomática colombiana: la relación con Venezuela es por lejos la más complicada del palacio de San Carlos.
Especialmente complicada cuando llega al poder en 1999 un desconocido exgolpista que de paso, en contra de todos los cálculos, resulta ser un obsesionado con Colombia. De hecho, por mis investigaciones acerca del personaje he llegado a la conclusión de que su bautizo político fue en Bogotá en el año de 1994, cuando se enamora de la idea de una constituyente como remedio político y además, como su brebaje de la vida política eterna: gracias a la Constituyente de 1999-2000, Chávez modeló un sistema que logró eternizarlo en el poder y desmantelar el estado histórico democrático representativo venezolano.
En Bogotá lo recibieron exconstituyentistas, los copresidentes de la Asamblea Nacional Constituyente de 1991 (Antonio Navarro, Horacio Serpa y Álvaro Gómez) entre otros arquitectos de este hito político colombiano. María Ángela Holguín en su libro asevera con finísimo olfato que “siempre noté en él [Chávez] interés por Colombia y sensibilidad por lo que dijeran de él los colombianos” (La Venezuela que viví, 2021, p. 59).
Alguna vez un funcionario de la “cancillería de Chávez” (que era su avanzada internacional personal dependiente de su despacho y no del Ministerio de Relaciones Exteriores) me confesó que para Chávez “la Gran Colombia pasaba por Bogotá”, es decir, que como vehemente seguidor de Bolívar, Chávez quería concretar el proyecto inconcluso del Libertador y aquello solo se lograría controlando políticamente a Colombia.
Lo intentó de varias formas: diplomáticamente con prodigiosas relaciones con sus pares en el palacio de Nariño, con la geoeconomía gasífera (Monómeros), con la balanza comercial (las ventas colombianas al vecino alcanzaron la cifra histórica de 6.070 millones de dólares entre 2005 y 2008), y cuando los resultados de control no se dieron, empezó a concretar alianzas políticas subterráneas con las fuerzas antisistema colombianas.
Chávez muere y su diplomacia multifactorial con Colombia también. Su sucesor entra en una espiral diplomática muy diferente: rompe con todos los vecinos democráticos latinoamericanos, renuncia a cualquier “expectativa grancolombiana” –a pesar de haber sido el más longevo canciller del chavismo– y reinventa la diplomacia paria de su maestro: los nuevos aliados de Miraflores serán el Kremlin, la calle Pasteur de Teherán, el complejo Zhongnanhai de Pekín y el Cumhurbaşkanlığı Külliyesi en Ankara.
No obstante, como diría Hegel, el inframundo manda (los fantasmas tutelan), el peso de la historia algo tendrá que ver en aquella idea: a pesar de lo desapercibida de la fecha bicentenaria de Cúcuta, en pleno año celebratorio de 2021 la rígida presidencia de Maduro ha dado el brazo a torcer y estima abrir la frontera con Colombia; en el corto período histórico del madurato, el hecho de haber removido los contenedores que obstaculizaban el paso en el puente internacional, es un hito de las relaciones binacionales malogradas desde hace seis años. He de decir que Colombia ha sido el refugio de millones de venezolanos expulsados por el derrumbe de aquel país, nación condenada por la historia de una súbita enajenación revolucionaria (aviso a los navegantes) ¿la historia ansía darle la razón a Bogotá después de 20o años?
Vale colar una anécdota narrada por un funcionario del consulado de Venezuela en Bogotá durante el primer gobierno de Carlos Andrés Pérez. En una ocasión este personaje salió del consulado a tomarse algo y vio, en la larga fila de colombianos que querían tramitar un visado, a Juan Pablo Pérez Alfonzo, el “padre de la OPEP”, haciendo la espera como cualquier otro ciudadano colombiano; el empleado diplomático se impresionó y arribó a Pérez Alfonzo preguntándole por qué hacía esa fila, qué sentido tenía si él era venezolano y esos trámites para los connacionales se hacían en otro lugar del edificio. Pérez Alfonso le contestó, palabras más, palabras menos: estoy acostumbrándome a hacer estas vigilas burocráticas, porque en poco tiempo seremos los venezolanos quienes “haremos cola” para poder entrar a Colombia.
En algún modo la utopía geopolítica de la Gran Colombia sigue más viva que nunca y, precisamente, lo hace como eso, como utopía, como un “no-lugar”. Pero también pareciera que esta idea utópica, la última de América, se empuja, arremete, en las horas oscuras; yo regresé este pasado 2 de octubre de Cúcuta, dejaba a mi hijo en la precisa línea que divide el puente internacional Simón Bolívar entre San Antonio de Venezuela y Cúcuta de Colombia.
Aún el gobierno venezolano no había removido las estructuras que cortan el paso de los apurados peatones colombo-venezolanos; abracé a mi hijo quien vive en Caracas porque su madre lo esperaba del “otro lado”, y el padre que deja al hijo por circunstancias absolutamente geopolíticas siente otro tipo de dolor.
En ese momento caí en cuenta que Cúcuta, que Colombia, que Venezuela, que mi hijo y yo estábamos en un año bicentenario, porque es acaso esta fecha, este congreso, estos 200 años, el punto más glorioso de Colombia y Venezuela unidas y, justamente, 200 años más tarde dejando a mi hijo en la frontera de dos países con las relaciones rotas, entendí que el momento más glorioso de esta historia es hoy, cuando con pocos bombos y menos platillos Colombia ha acogido a más de 1.7 millones de venezolanos diciéndole al mundo sí, sí somos Colombia la Grande.
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