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Por: Alejandro García | director de la Maestría en Filosofía y Mundo Digital de La Sergio
En uno de sus textos más célebres, Sapiens. De animales a dioses, Y. N. Harari trae a colación unas palabras que, en un tono casi profético, anuncian la situación de nuestro futuro cercano: “Estamos a punto de convertirnos en verdaderos ciborgs, de tener características inorgánicas que sean inseparables de nuestro cuerpo, características que modificarán nuestras capacidades, deseos, personalidades e identidades” (p. 443).
Estas palabras invitan a hacer una –o muchas- reflexiones. Pero, empecemos por las definiciones. ¿Qué es un ciborg? Grosso modo, la expresión hace referencia a un tipo de ser humano “ampliado” por medio de dispositivos tecnológicos de potencia extraordinaria. En definitiva, el ciborg constituye algo así como un “híbrido” entre humano y máquina, en donde, generalmente, la dimensión maquinística constituye una potenciación de lo humano.
Pero, hay cierta ambigüedad en las palabras del autor cuando sostiene que “estamos a punto de convertirnos en ciborgs”. En efecto, no es que estemos a punto de convertirnos en ciborgs. Es que ya nos hemos convertido en tales (por lo menos algunos ejemplares de humanos). Pero, por otra parte, si el ciborg es un ser humano ampliado con características inorgánicas, entonces dicho personaje no tiene nada de novedoso. Ha existido siempre. Un hombre o una mujer que, para ver mejor, utiliza unas lentes pueden ser considerados ciborgs. Lo mismo vale para aquellos que, por un motivo u otro, tienen en su cuerpo algún tipo de prótesis.
Pero no es a este tipo de personas a las que se refiere el autor. Se trata de personajes que tienen características inorgánicas inseparables de sus cuerpos que han modificado nuestras capacidades, deseos, personalidades e identidades. Podemos, pues, establecer diferencias entre el ciborg “clásico” y el ciborg moderno, es decir, entre un humano, simplemente ampliado y potenciado por la tecnología y un personaje del que ya podemos empezar a dudar si es o no un humano.
Quizá el ejemplo paradigmático lo constituye Neil Harbisson, descrito como como el primer ciborg del mundo. Y es que, efectivamente, Harbisson nació con una particularidad visual que le hace ver en escala de grises. Por ello, en el año 2004 cuenta con una antena osteointegrada dentro de su cráneo y que sale de su hueso occipital. Este dispositivo le permite oír las frecuencias del espectro de luz, incluyendo colores invisibles como infrarrojos y ultravioletas. Además, cuenta con conexión a Internet, lo que le permite recibir colores de satélites y de cámaras externas, así como también recibir llamadas telefónicas directamente a su cráneo. Por supuesto, Mr. Harbisson es, a todas luces, algo que dista mucha de un humano “normal”.
Por ello, podemos sostener que el ciborg desplaza los límites acerca de lo que hemos considerado que es un hombre. Resulta indiscutible que la existencia del ciborg desafía las creencias antiguas acerca de nuestro origen y nuestro fin. De hecho, es el intento de superar los límites infranqueables que desde siempre nos han caracterizado y que en no pocas ocasiones han sido el motor del pensamiento: el dolor, el cansancio, el sufrimiento, la muerte…. Hoy, se nos dice que dichos límites sólo serían tales para una generación de humanos que no ha alcanzado el suficiente grado de desarrollo tecnológico.
En este sentido, Donna Haraway, autora del famoso Manifiesto Ciborg, sostiene que el concepto de cyborg es un rechazo a los límites rígidos, especialmente aquellos que separan lo “humano” de lo “animal” y lo “humano” de la “máquina”: “El ciborg, dice, no reconocería el Jardín del Edén, no está hecho de barro y no puede soñar con volver a convertirse en polvo” (Ciencia, ciborgs y mujeres).
Sostener que el ciborg no está hecho de barro –de acuerdo con las reminiscencias bíblicas- indica que éste ya no depende de ningún ser foráneo, extranjero, que lo ponga en la existencia. Ni siquiera es un ser arrojado al mundo, el proyecto eyecto heideggeriano: el ciborg es autor de sí mismo y, además, a diferencia del Dasein Heideggeriano, no tiene que asumir angustia alguna, ya que la muerte, para él, no es la posibilidad más propia.
En el ciborg parece hacerse realidad, por tanto, esa aspiración permanente de la humanidad: la inmortalidad. Pero esta inmortalidad posible y quizá real ¿hasta qué punto es deseable para lo humano? Porque al suprimir la muerte, hemos de suprimir la natalidad, la perenne natalidad en palabras de Hanna Arendt, pues ésta es la respuesta a aquélla. Y si la natalidad desaparece, nuestro mundo sólo estará habitado por viejos, individuos que lo han conocido todo, incapaces de ver el mundo con los ojos de asombro de los que nunca antes fueron. A este respecto dice Hans Jonas:
“Quizá sea ésta la sabiduría que encierra la cruda fatalidad de nuestra mortalidad: ofrecernos la siempre renovada promesa que hay en la originalidad, inmediatez y ardor de la juventud, junto a la continua irrupción de la alteridad como tal. La mayor acumulación de experiencia prolongada no reemplaza a estas cosas; nunca puede recuperarse el singular privilegio de contemplar el mundo por primera vez con ojos nuevos, nunca revivir el asombro (…), nunca sustituir la curiosidad del niño, curiosidad que desfallece en el adulto y que muy raras veces se convierte en afán de conocimiento. En este comenzar una y otra vez, que sólo puede obtenerse del una y otra vez acabar, podría muy bien radicar la esperanza de la humanidad, su mecanismo de defensa para no caer en el tedio y la rutina, su oportunidad de preservar la espontaneidad de la vida” (El principio de responsabilidad).
En fin, es innegable que la existencia del ciborg debe hacernos pensar en el futuro de la humanidad como especie. ¿Es el ciborg el futuro dominador de la tierra? Así lo sostiene Harari en otro de sus textos: “Cuando la tecnología nos permita remodelar la mente humana, dice Harari, homo sapiens desaparecerá, la historia humana llegará a su fin y se iniciará un tipo de proceso completamente nuevo, que la gente como el lector o como yo no podemos imaginar” (Homo Deus).
Otro autor, K. Warwick, lo dice de manera más radical: “Los humanos serán capaces de evolucionar aprovechando la súper-inteligencia y las habilidades extra ofrecidas por las máquinas del futuro, uniéndose a ellas. Todo esto apunta al desarrollo de nuevas especies tecno-humanas, conocidas en el mundo de la ciencia ficción como “cyborgs”. Por supuesto, esto no quiere decir que todos tengan que convertirse en un cyborg. Si usted es feliz con su estado como humano entonces sea eso, usted puede mantenerse como es. Pero tenga cuidado – del mismo modo en que los humanos se separaron de nuestros primos chimpancés hace años, los cyborgs se separarán de los humanos. Aquellos que se mantengan como simples humanos se convertirán probablemente en sub-especies. Ellos, efectivamente, serán los chimpancés del futuro. (I, cyborg).
El tinte profético-escatológico-apocalíptico que se deja sentir en estas palabras sugiere que quienes no somos cyborgs deberíamos tener miedo. Al fin de cuentas, ¿quién quiere ser visto como un chimpancé, además de los chimpancés? Creo que nadie. Pero, si esta situación llegara a darse, no la veo como algo especialmente distinto de lo que ha ocurrido muchas veces en la historia. No ha hecho falta que existieran los ciborgs modernos para que algunos humanos fuesen considerados como sub-humanos. De hecho, los españoles no lo eran, y veían a los indígenas como subhumanos; Spencer, un humano “normal”, veía al indio, al cholo, al negro, como seres inferiores; durante mucho tiempo, los negros fueron considerados como sub-humanos; Aristóteles no era un ciborg, en el sentido moderno, para decir que la hembra (y a fortiori, la mujer) era un macho incompleto. No creo que haga falta citar más ejemplos.
Pero es que los humanos son unos seres complejos. Han sido capaces de lo inverosímil. Fueron capaces de inventar la música de cámara, y también la cámara de gas. Y, al mismo tiempo, han sido capaces de entrar en ellas musitando una oración. Así, pues, si en algún momento los humanos “normales” llegásemos a ser considerados los nuevos chimpancés, seguramente no faltará un Bartolomé de las Casas ciborg, o un filósofo de la diferencia ciborg que abogue por nuestra inclusión, y ataque con sus argumentos la violencia a la alteridad. Con una pequeña distinción: que en ese mundo post-apocalíptico, los humanos “normales” no se resignarán a su carácter de sub-especie como lo han hecho los chimpancés respecto de nosotros.
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